martes, 2 de diciembre de 2014

Francisco Urondo -Los gatos

Francisco Urondo, Santa Fe, 10 de enero 1930 – Mendoza, 17 de junio 1976


Los gatos

                                                                                    a Francisco Pérez Morales

Paso mi vida en esta parte de la ciudad; aquí no trabajo
     demasiado
y me quedo y me dejo estar
y me voy y vuelvo a esperar el alba. Por la tarde temprano,
     antes de ir al trabajo, uno se complica con algunos
     amigos. Hablo
con la librera que no vende mucho, pero conversa como
     nunca;
es francesa y adolescente. Alta y peligrosa,
muy diferente a la otra que con ella atiende el negocio.
     Esta es porteña,
morocha; vibrante y suave. Me miran entre los libros y los
     clientes;
se sonríen a la europea y a la criolla y me voy contento a
     revolver papeles, a aferrarme al teléfono:
desde el mar se divisa la costa
y mi teléfono, tabla de un naufragio, me acercará a la orilla;
el mundo existe y se mueve,
y el viejo mundo insiste y los amigos responden a mi llamado.

Cuando salgo nuevamente a la calle
las sombras envuelven esta parte de la ciudad. Hay luces;
conozco el neón de la noche;
el sol de los gatos empecinados en su larga vagancia. ¿Quién
     sabe
qué cosas pretenden estos bichos de la noche; estos animales
ociosos y lamentables? van al teatro y prefieren los estrenos
y el brillo de las pieles enemigas
y el resplandor del foyer y los saludos. Recorren la escena
sin emoción, con toda la frialdad que acumulan y logran
     dominar, con toda
la mirada quieta y helada; sin piedad: y sin esperanzas;
proponen, repiten alternativas y salen acelerados por la noche.

Paso mi vida en esta parte del mundo y a veces me quejo de
     mi suerte;
todos me reprochan esta debilidad, pero nadie puede curarla;
entonces me dejo llevar, atrapar por las fieras
que esconden y afilan sus uñas. Alguien toca la guitarra;
un hechicero hace brincar las salamandras del siglo.Hay
     luz en la vida nocturna;
Jim Hall destroza la noche pesimista de El Bajo,

disimula la tristeza pesada de estar entre nativos; la ver-
     güenza de ser del sur
los parientes pobres; la sorpresa imposible
de reconocer al mundo en otros lugares, en otros sueños,
en otro alcohol de la gente. Los nativos olvidan las injurias
y admiran la ternura del jazz y perdonan y aman , todavía.

Esta parte del mundo me rodea y siento
que me han salvado mis errores; otros jugaron
y perdieron, se arrancaron los ojos, se despedazaron como
     animales furiosos: “Quién
de los míos, me pregunto,
pudo salvarse de las trampas y del silencio”. Todos, mis
     hermanos,
mi amigo, mi adolescencia, mis iguales, jugaron y perdieron;
el cariño se fue plegando y retrocedió con el tiempo; venimos
     a ser
los buenos perdedores: “Adiós lolitas, cositas de mamá”;
     putitas de la noche, gatitas perdidas, vientres inútiles
     y perfectos. Yo quiero acariciar
un vientre marcado por la maternidad, un cuerpo en uso:
somos los vencedores, los campeones de la noche;
vemos en la oscuridad,
tenemos un ojo de gato y otro de pereza y de miedo; tro-
     pezamos
para encontrarnos, para pedir perdón, para tocar:
nos repugna la soledad,
queremos lugares donde dure el humo y el calor de la gente.

Los gatos rodean al mundo con sus terciopelos, con sus
     caricias,
con los recursos enguantados de la noche;
la seda de su carne; el crujido que la disimula
y la pone fuera de lugar. Y se lamen y gozan
como nadie hasta ahora pudo suponer;
gritos de la noche, orgasmos, testigos, manteles;
mujeres del mundo derramadas sobre mi piel,
insultadas por mi impaciencia, volteadas por el viento que
     sube de la noche,
ya no hay historia, no tengo voluntad; bostezo como un
     quelonio
y me tiro a dormir el cansancio de otros; es la siesta
la zona erógena. Me abandono a las aguas
y antes de nacer quiero sonreír por última vez. Los gatos
por la noche aúllan como tambores,
derrotados, viejos, fúnebres, inmensamente buenos:
la muerte los asiste, la eternidad vela por ellos,
la memoria nunca abandona; los errores me salvan.

Estoy enamorado de la vida que encuentro en esta parte de
     la ciudad;
oigo ruidos que podrían espantar a cualquiera,
escucho los pasos de la custodia o de la traición; no imagino
a qué sentimientos obedecen esos pasos, me siguen,
se adelantan sin escuchar los síntomas de la tristeza. Voy
     abriendo las puertas,
se detienen cuando me detengo, esperan
y abro otra puerta, hasta que ya no haya más y quede solo
     frente al aire. A todos
nos inquieta la pereza de la noche, sus manías,
sus modales puros. Aurigas,
plastrones, jefes: en los pechos de mis nodrizas
he bebido la rabia y el calor del monte y de las aguas; soy
un gaucho flotando en las orillas del famoso Jordán, salvado
por las tetas rebeldes. He conocido el amor en las orillas
donde quedan los huérfanos; me he alimentado, he crecido
entre la carne; he chupado por hambre y por amor. Desde
niño he buscado
la alegría en esa leche libre y turbulenta,
en esa carne fastidiada.

El mundo se deforma y crece
en esta parte de la ciudad. Conozco la ternura
de los borrachos que andan de la mano, como escolares,
     para no perderse.
Se orinan encima, embotados en su destino. Conozco esto
     y mucho más:
conozco la ternura y la destrucción del alcohol; los ojos en
     la oscuridad;
los pasos y los obstáculos;
los ojos en la sombra; la dignidad perdida, el misterio que
     fue, la aventura disuelta,
la sombra descubierta, ardiendo en el alcohol ganado para
     siempre.

Los gatos se deslizan en esta parte de la noche;
sin ruido caminan entre las porcelanas, injurian la felpa,
el pasado, la fiebre gastada;
los derrotados por la sed; el temblor que se cansa
y se consume en el vientre harto de la noche. Ahogados,
bostezos del crimen, sacrificios de la noche junto al amor.
     Hambre,
dolor sumiso; dueña de la tibieza; señora del mal, cuerpo
     perdido
en el lujo del silencio. Amiga extraviada
en las manos del mundo: soy el culpable de tu perdición
     que me protege;
dueña de los múltiples errores que han ronroneado a mi
     oído, y que ahora, justamente, vienen a salvarme. Digo
     adiós a tu cuerpo
que reencuentro en cada color y en cada esperanza;
en cada señal imprecisa de tu amor, en todo cansancio,
en cada derrota de nuestra naturaleza victoriosa y corrom-
     pida. Olvido
tu nombre, lo confundo. Mezclo la imagen que sonreía,
con la imagen que llora sobre mi hombro. Estaba muy oscuro
y ya no recuerdo. Era un lugar
o algo parecido; hubo una mujer; distintos cuerpos de una
misma mujer;
muchos vientres, mucho rencor. Hermosos
vientres inasibles, abandonados en el mundo,
dispuestos a morir. Crispada y muda en mi vida, soberana
de tus designios inútiles; puedo iluminar la vida y las sombras
de tu cuerpo; puedo lanzarte a una nueva fatalidad; marcar
tu carne secreta y muda que ha de morir deslumbrada por
     la luz de mis sueños.
Se repiten las formas de este lugar de la noche. Rara vez se
     escucha
el viento que al parecer hace canciones con las palmeras de
     Itapoan,
ondula las aguas, marca saudades nunca vistas. Aquí pocas
     veces ese ruido
revienta. Momentos especiales,
elegidos en los límites del terror. La suerte
no pudo ser destinada a los gatos perdidos en su miedo; se
     oyen sus voces,
su canto de muerte, su brillo de olvido. Nadie quiere morir
sin haber conocido el propio sabor de su cólera; sin ver caer
sombra sobre sombra,
rabia sobre rabia destruida en la impaciencia del tiempo.
     Qué otra salida les queda,
pequeños baguales de la noche: caminar
y mezclarse con los límites de sus fuerzas; andar
sin saber exactamente dónde terminarán;
sin sosiego; sin imaginarse siquiera donde empieza su camino;
sin esperanzas o sabiendo demasiado. Caminan para siempre,
para no tocar otros bordes que correspondan a otros límites,
a otro miedo que no sea la propia incertidumbre. Vagos y
     rebeldes
de la noche; caminarán asustados, pero nadie podrá salvarse
o seguir más allá del derrumbe de otras noches, de otras
     sombras;
de las sombras triviales del miedo.

Tiemblan los gatos en esta parte de la ciudad;
su miedo es más viejo que su sabiduría. Nada sirve, nada importa
y todo pálpito, cualquier improvisación
es una indecisa manera de no quedar satisfecho; esos gritos
     aparentes
de amor; esa memoria quebrada,
ese rencor para nada sirven. Se oye el golpe de un hombre
que se ha tumbado sobre su imagen; su figura se ha deshecho;
nadie, ni sus parientes, podían reconocerlo así, destruido
sobre la tierra, cansado de su miedo: será otra cosa. Quién
puede ayudarlo,
quién podrá soportar esa caída que repugna, quién no irá
     cayendo a su lado.

Los gatos dudan a esta altura de la ciudad
y creen soñar, convencidos de su mentira: han evitado los
     errores y se sienten
salvados. Pero han caído en el supremo error
de no cometerlo. Mis errores me salvan;
iluminan la noche despavorida, eléctrica, cargada de
     indecisiones absolutas y postergadas,
de risas que disimulan, de lugares donde nadie se anima.

Los gatos se equivocan en este mundo de la noche:
los desencuentros que me sostienen. Enamorada de las citas
a las que nadie concurrirá; mujer reducida
como los ángeles que nunca existieron
y en los que nunca creímos; como nunca apostamos
a la sota de la incertidumbre; el naipe marcado
por los hechos irreparables y otras mentiras, por la conjuración
de la fatalidad.  Es fácil decir que esos errores
bien pudieron ser evitados, o decir que eran inevitables;
que no hubo errores: no hay sabidurías quietas, hombres
     detenidos en el mundo, temores
imprecisos, maldiciones vagamente sueltas. Cualquiera es
     cómplice, los gatos se mueven
y nada es más hermoso para ellos que equivocarse de movi-
     miento,
que resbalar por la noche
que no disimula su torpeza, su arrogante justificación;
mancos de la cordura, los gatos no arrastran la cobardía,
no son peores que la maldad que construyen y matan. Vie-
     nen para otra cosa,
son los dueños de la suerte. El mundo se juega por su fracaso
o por su ventura; de la noche sacan el naipe y la trampa
puede pasar; “Delicias de esta vida”, dicen los vagabundos
     del juego
y sacan las uñas y agregan: “Nada hay más hermoso que
     perder,
nada hay más hermoso que vivir, aunque sea perdiendo”.
     Tropezando,
recuperando un grito que hunde la luz
y raspa el sol de la madrugada. Vencidos por el sueño,
no hay por qué seguir adelante o caer, sino iniciar
la gruesa jugada del fracaso o de la alegría.
Paso mi vida en esta parte de la ciudad; su cuerpo
ha caído sobre la cama y escucha mi regreso. Han pasado
     las horas;
hace tiempo que he salido. Vagaba por los techos de este lugar
del mundo, pensando en el amor inútil, sin preocuparme
por el olvido. En un disco una mujer llamada Elizete, canta
“otra vez sem vosé”, pero ella duerme y el sueño arrastra
toda desgracia. Me atrae el sueño
que respira y la envuelve, que evapora toda compasión; no
     puedo
pensar en la tibieza de su cuello tendido
en el horizonte del lecho, en este amor que crece
contra toda sabiduría, que sólo le importa acariciar su pelo,
     admitir
que ella ha sufrido, que tiene derecho a descansar.





 




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