Pier-Paolo Pasolini, Bolonia, Italia, 5 de marzo 1922 – Ostia, Italia, 2 de noviembre 1975
Traducción Delfina Muschietti
La glicina
¿Eso es, estaba muerto?, sobre
los bastiones del Vascello - irreales
como este aire que no conozco desde niño,
o esta lengua de itálicos
paganos o siervos de clérigos- los oscuros
festones de las glicinas. El barrio rico
está lleno de ellas, por todos lados. Sobresalen
violeta sobre el violeta de las nubes y las avenidas.
Absurdo milagro, para un alma
para la cual cuentan los años
que han sido para ella siempre inmortales.
Estas que ahora nacen son
las glicinas muertas, no sus hijas bárbaras
-digo bárbaras si oscuramente nueva
es su existencia, muda su admonición.
Pero lo repito: no son vírgenes
en la vida, son moldes funerarios,
que imitan la barbarie del decir
sin poseer todavía
palabra alguna, puro violeta sobre el verde...
Yo estaba muerto, y entretanto era abril
y la glicina estaba aquí, floreciendo otra vez.
Qué dulce es este color del cadáver
que cubre los murallones de Villa Sciarra,
predestinado, prefigurado, hacia
el fin del tiempo que se vuelve siempre más ávido...
¡Malditos mis sentidos,
que son, y han sido muy hábiles
pero no lo suficiente para que las floraciones antiguas,
aunque nuevas, no los tienten!
Maldigo los sentidos de aquellos vivos,
para los cuales, un día, en los siglos volverá abril:
con las glicinas, con estos granos lilas,
temblorosos en sus filas carnales,
casi sin color, casi, diría, lívidos...
Y tan dulces, contra sus muros de arcilla
o travertino, misteriosos como la manzanilla,
tan amigables para los corazones que nacen con ellos.
¡Maldigo esos corazones, que tanto amo,
porque no sólo no conocen aún
la vida: ni siquiera el nacimiento!
¡Ah, la vida verdadera sólo es aquella
que será: virgen deja
sólo a los que han de nacer, la glicina, su encanto!
Y yo aquí, con esta astilla
inmaterial en el corazón, esta involuntaria
conciencia de mí, que se reaviva en el instante
de la estación que cambia.
¿Insuficiencia hormonal en la que desvarían
los sentidos? ¿Debilitamiento de los latidos
del corazón, o exceso de los actos vitales
de la inteligencia? Ah, seguro alguna cosa
que se echa a perder. Esta flor es signo
en lo más íntimo, del reino
de la caducidad - de la religiosa
caducidad- nada más.
La suya es una alegría dolorosa,
y en el dolor de esa lila casi blanca
se exalta el corazón del llanto.
¡Pero es ridículo, no puedo
atormentarme aquí sobre esta pálida
aunque sobrecargada de espasmos,
esta ligera onda
lila que borda el murallón rojo
con la impúdica ingenuidad, la afásica
fiesta de los eventos salvajes!
No puedo: yo que desde hace años predico
que todo esto no existe, que es sólo acto
de una voluntad alienada,
de ceguera que no conoce otro remedio
que morir en el corazón
del mundo que se tiene como don al nacer,
de inconsciente posesión de la historia,
de conciencia solamente retórica...
Y ahora, por una mísera glicina
florecida en las esquinas de Monteverde
estoy aquí hablando de derrota.
¿Pero qué es lo que me pierde?
¿Dios redicico, la culpa felíz?
Sí, me siento víctima, es verdad, pero víctima
¿de qué? De una historia apocalíptica,
no de esta historia. Me contradigo.
Vuelvo ridícula mi eterna pasión
de verdad y razón.
Pasión...Sí, porque hay un corazón antiguo,
preexistente al pensamiento:
y un cuerpo- o floreciente o herido,
pobre vida nunca segura realmente
de poder resistir a la vida informe de los nervios.
De este inexpresable roce
surge la primera larva de la Pasión:
entre el cuerpo y la historia, hay esta
musicalidad que desentona,
estupenda, allí lo que ha terminado
y lo que empieza es igual, y queda así
por los siglos: dato de la existencia.
La frontera entre la historia y el yo
se hiende torcida como un abismo ebrio
más allá del cual, a veces, escindido,
a la deriva, está el glorioso rumor
de la existencia sensual
llena de nosotros: delante de esta física
miseria no puede sino retornar
cada histórico acto irracional...
Yo no sé qué es
esta no-razón, esta poca-razón:
Vico, o Croce, o Freud, me socorren,
pero con la sola sugestión
del mito, de la ciencia, en mi abulia.
No Marx. Sólo aquello que ahora es palabra
su palabra muda, no el claror,
no la oscuridad que hay primero, ¡pobre glicina!
Cuanto en ti vive-y en mí por ti tiembla-
permanece gemido reprimido
del que no se sabe, del que no se dice.
¿Pero es posible amar
sin saber qué quiere decir esto? ¡Felíz
de ti, que eres sólo amor, gemelo vegetal,
que renaces en un mundo prenatal!
Prepotente, feroz
renaces, y de golpe, en una noche, cubres
una pared entera recién levantada, el muro
proncipesco de un ocre
resquebrajado al nuevo sol que lo cuece
caduca trepadora, para volverme limpio
de historia como un gusano, como un monje
y no quiero, me revuelvo - árido
en mi nueva rabia,
apuntalando el revoque descascarado
de mi nuevo edificio.
Algo ha profundizado
el abismo entre cuerpo e historia, me ha debilitado,
me ha hecho árido, reabriendo las heridas.
Gimo de desilusión, impúdica planta
de un día: lo sé.
La incomprensión, el odio son más
fuertes de cuanto puede
soportar una existencia cansada:
que, por lo demás, ni el amor -ni la muerte,
su gemela- sabe definir: la llevan
a disgregarse esos mismos viejos sentidos
otra vez agudizados por mi debilidad.
Así frente al violeta que jaspea
los muros anunciando abril y los tiempo inmensos,
yo querría solo morir...
Mi vida ya no tiene recompensas:
no le basta la vitalidad de abril,
le parece vana la voluntad de comprender...
Un monstruo sin historia,
feroz con la ferocidad bárbara
que cumple sus persecuciones
en a prensa libre, en los mitos confesionales,
que quema pasiones, purezas, dolores,
que acepta la muerte con crueldad casi irónica,
a su pesar estoica, que no tiene religión
sino aquella de imponer una legalidad
con sus propias reglas, que no tiene amor
sino aquel que quiere
la igualdad de todos, en el bien y en el mal,
que no conoce piedad,
porque para cada uno conquistar
la vida es una tácita apuesta que lo vuelve
ciego dueño de todo lo que sabe:
todo esto encontré
al nacer, y enseguida me dio dolor:
pero un dolor glorioso casi, tanto
me ilusionaba que el corazón
pudiera transformar cada dato,
adentro, en un amor unificador:
de Cristo a Croce, ¡qué camino reconfortante!
Y después, la esperanza de la Revolución.
Y ahora aquí: recubre la glicina
las superficies rosadas
de un barrio que es tumba de toda pasión,
acaudalado y anónimo, caliente
al sol de abril que lo descompone.
El mundo se me escapa ahora, no sé ya dominarlo,
se me escapa, ah, una vez más es otro...
Otras modas, otros ídolos,
la masa, no el pueblo, la masa
decidida a dejarse corromper
ahora se asoma al mundo,
y lo transforma, se sacia
en cada pantalla, en cada video,
horda pura que irrumpe
con pura avidez, informe
deseo de participar de la fiesta.
Y se asienta allá donde el Nuevo Capital quiere.
Cambia el sentido de las palabras:
quien hasta ahora ha hablado con esperanza, se queda
atrás, envejecido.
¡No sirve, para rejuvenecer, este
disgustado angustiarse, este desesperado
rendirse! Quien no habla, es olvidado.
Tú que regresas brutal
no rejuvenecida, sino directamente renacida,
furia de la naturaleza, dulcísima,
me quiebras porque ya estoy quebrado
por una serie de días miserables,
te asomas a mis abismos reabiertos,
perfumas virgen sobre mi eclipse,
antigua sensualidad, disgregada, piedad
asustada, deseo de muerte...
He perdido las fuerzas;
no conozco ya el sentido de la racionalidad;
caída se enarena
-en tu religiosa caducidad-
mi vida, desesperada de que el mundo
sólo tenga ferocidad, y mi alma, rabia.