Jorge Aulicino, CABA, 11 de agosto 1949
A un soldado español caído en el combate del 3 de febrero
La muerte que te embiste con reflejos de plata
y acero se nutrió de tus olivos y lleva su color.
Pero son de ella la soledad de estos ríos,
los ríos que no cambian aunque Heráclito sueña lo contrario.
La soledad de los ríos y las reses, el opaco lomo del agua,
el temblor untuoso y socavado entre los pastos húmedos,
un temblor, una sombra gótica en cualquier bajío,
la microscópica amenaza: insectos negros armados como torres.
Su acero fulge en aras de un horizonte sin Borbones,
aun con los colores de su escudo. Qué inextricables sin embargo
para vos sus motivos,
este desierto duro y tenue, los sauces,
la canción de la pampa llena de entrelíneas, la paz hosca del ladrillo,
la cal de sus siestas, que sella todo.
A un soldado español caído en el combate del 3 de febrero
La muerte que te embiste con reflejos de plata
y acero se nutrió de tus olivos y lleva su color.
Pero son de ella la soledad de estos ríos,
los ríos que no cambian aunque Heráclito sueña lo contrario.
La soledad de los ríos y las reses, el opaco lomo del agua,
el temblor untuoso y socavado entre los pastos húmedos,
un temblor, una sombra gótica en cualquier bajío,
la microscópica amenaza: insectos negros armados como torres.
Su acero fulge en aras de un horizonte sin Borbones,
aun con los colores de su escudo. Qué inextricables sin embargo
para vos sus motivos,
este desierto duro y tenue, los sauces,
la canción de la pampa llena de entrelíneas, la paz hosca del ladrillo,
la cal de sus siestas, que sella todo.
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