Affonso Romano de Sant'Anna, Minas Gerais, Brasil, 27 de marzo 1937
Traducción Nahuel Santana
Los hombres aman la guerra
Los hombres aman la guerra. Por eso
se arman alegres en coro y colores
para el dudoso deporte de la muerte.
Aman y no lo disfrazan.
Alardean ese amor en las plazas,
crean manuales y escuelas
alzando banderas y recogiendo cajones
entonando slogans y sepultando canciones.
Los hombres aman la guerra. Pero no la aman
sólo con el coraje del atleta
y el orgullo militar, sino con la piadosa
voz del sacerdote, que antes del combate
–sirve la Hostia de la Muerte.
Fue así en Crimea y Troya
en Eritrea y Angola
en Mongolia y Argelia
en Siberia y Ahora.
Los hombres aman la guerra
y mal soportan la paz.
Los hombres aman la guerra, profana
o santa, lo mismo da.
Los hombres tienen la guerra como amante
aunque desposen la paz.
Y qué arrobos, ¡Dios mío! En ese encuentro voraz,
qué placeres, qué gemidos, qué ayes!
qué sublimes perversiones urdidas
en la mortaja de las sábanas, agostando
la cama o campo de batalla.
Durante siglos pensé
que la guerra sería el desvío
y la paz la ruta. Me equivoqué. Son paralelas,
márgenes de un mismo río, la mano y el guante,
el pie y la bota. Más que gemelas,
son siamesas, par e impar, suerte y pesar
son el uróboro-serpiente circular
devorándonos eternamente.
La guerra no es un intervalo
es parte del espectáculo, y no sólo es tragedia,
es comedia, real o popular.
La guerra no es cruel imprevisto.
Es reincidente vicio. Es un rito
lleno de riesgos. Por eso
es mejor que el circo:
–es donde el alegre trapecista
vestido de kamikase
salta sin red ni soporte,
se quiebran todos los platos
y el contorsionista se parte
en el Kamasutra de la Muerte.
Pero la guerra no es el revés de la paz,
es su cuna, y seno complementarlo.
Y el horror no es el revés de lo bello. El horror
no es oscuro, es la contrapartida de la luz,
Lucifer es Luzbel, brilla como Gabriel
y el terror seduce. Nada más seductor
que Cristo muerto en la cruz.
Por lo tanto, la guerra no es sólo misa
que oficia el padre, ciencia
que alucina al sabio, deporte
que fascina al fuerte. La guerra es arte.
Por eso con ardor de vanguardistas
frecuentamos la Bienal del Horror
e inauguramos la Bauhaus de la Muerte.
Pero sobre la carnicería no hay cuervos,
chacales, buitres, hienas.
Hay lindas garzas de aluminio, serenas
en un electrónico ballet.
Tal vez fuese la danza de la muerte, patética.
Pero no lo es. Apenas es otra lección de estética.
Por eso los soldados modernos
son como médicos e ingenieros
y ningún ministro de guerra
usa ropa de carnicero.
Guerra es guerra
–decía el invasor violento
violando la monja en el convento.
Guerra es guerra
–decía la estatua del almirante
con su boca de cemento.
Guerra es guerra
–decimos en el radar
degustando al enemigo
al norte del paladar.
Por lo tanto, no es preciso disfrazar
el amor a la guerra, con historias de amor a la Patria
y defensa del hogar. Amamos la guerra
y la paz, en bigamia ejemplar.
Yo, poeta moderno y el eterno Baudelaire,
yo y hasta vos, hypocrite lecteur
mon semblable, mon frère.
Queremos la batalla, aviones en llamas
navíos hundiéndose, el espectacular enfrentamiento
de mañana abrimos vísceras de peces
con la punta de las bayonetas,
y al son del culinario clarín
hundimos nuestras dagas en los chanchos
y adornamos de medallas
a los muertos sobre la mesa.
Si es posible, la carne limpia, sin sangre
que el misil, lanzado a la distancia,
en silencio, no salpique nuestra ropa.
Pero si fuera preciso un “baño de sangre”,
como decía Terencio: “Soy humano
y nada de lo que es humano me es extraño”.
La muerte y la guerra, por lo tanto
ya no me toman de sorpresa.
Inscribo su efigie en la piedra
como si el dado de mi suerte
ya no rodase al azar.
Como si se pasase del blanco
al negro y al blanco retornase
sin ensombrecerme jamás.
Que venga la guerra. Cruel. Total.
El atómico clarín y la génesis del fin.
Cauto como conviene a los sabios,
primero gritaré contra ese hecho.
Pero voraz, como conviene a la especie,
al ver que invaden mis huertas
de las hojas del banano inventaré
la ideológica bandera
y haré estallar el cuerpo de mi enemigo
antes que ataque.
Y si él no tira ni viene, aprovecho
su descuido de hombre débil, invado su casa
saciando mi hambre de caníbal
rugiendo bajo mi máscara de hombre.
–Terrible es tu discurso, poeta!
Escucho a alguien decir.
Terrible fue elaborarlo,
ahora me siento libre.
La muerte y la guerra
Ya no me pueden alarmar.
Como Edipo perplejo
las descifré en mis vísceras
antes que la dudosa esfinge
me pudiese devorar.
Ni cínico ni triste. Animal
humano, voy en marcha, danzas, rezos
para el gran carnaval.
Soldado, penitente, poeta
–la paz y la guerra, la vida y la muerte
me aguardan
–en un atómico funeral.
–Se acabará la especie humana sobre la Tierra?
No. Han de sobrar un nuevo Adán y Eva
para rehacer el amor, y dos hermanos:
–Caín y Abel
–a reinventar la guerra.
alpialdelapalabra.blogspot.com
Traducción Nahuel Santana
Los hombres aman la guerra
Los hombres aman la guerra. Por eso
se arman alegres en coro y colores
para el dudoso deporte de la muerte.
Aman y no lo disfrazan.
Alardean ese amor en las plazas,
crean manuales y escuelas
alzando banderas y recogiendo cajones
entonando slogans y sepultando canciones.
Los hombres aman la guerra. Pero no la aman
sólo con el coraje del atleta
y el orgullo militar, sino con la piadosa
voz del sacerdote, que antes del combate
–sirve la Hostia de la Muerte.
Fue así en Crimea y Troya
en Eritrea y Angola
en Mongolia y Argelia
en Siberia y Ahora.
Los hombres aman la guerra
y mal soportan la paz.
Los hombres aman la guerra, profana
o santa, lo mismo da.
Los hombres tienen la guerra como amante
aunque desposen la paz.
Y qué arrobos, ¡Dios mío! En ese encuentro voraz,
qué placeres, qué gemidos, qué ayes!
qué sublimes perversiones urdidas
en la mortaja de las sábanas, agostando
la cama o campo de batalla.
Durante siglos pensé
que la guerra sería el desvío
y la paz la ruta. Me equivoqué. Son paralelas,
márgenes de un mismo río, la mano y el guante,
el pie y la bota. Más que gemelas,
son siamesas, par e impar, suerte y pesar
son el uróboro-serpiente circular
devorándonos eternamente.
La guerra no es un intervalo
es parte del espectáculo, y no sólo es tragedia,
es comedia, real o popular.
La guerra no es cruel imprevisto.
Es reincidente vicio. Es un rito
lleno de riesgos. Por eso
es mejor que el circo:
–es donde el alegre trapecista
vestido de kamikase
salta sin red ni soporte,
se quiebran todos los platos
y el contorsionista se parte
en el Kamasutra de la Muerte.
Pero la guerra no es el revés de la paz,
es su cuna, y seno complementarlo.
Y el horror no es el revés de lo bello. El horror
no es oscuro, es la contrapartida de la luz,
Lucifer es Luzbel, brilla como Gabriel
y el terror seduce. Nada más seductor
que Cristo muerto en la cruz.
Por lo tanto, la guerra no es sólo misa
que oficia el padre, ciencia
que alucina al sabio, deporte
que fascina al fuerte. La guerra es arte.
Por eso con ardor de vanguardistas
frecuentamos la Bienal del Horror
e inauguramos la Bauhaus de la Muerte.
Pero sobre la carnicería no hay cuervos,
chacales, buitres, hienas.
Hay lindas garzas de aluminio, serenas
en un electrónico ballet.
Tal vez fuese la danza de la muerte, patética.
Pero no lo es. Apenas es otra lección de estética.
Por eso los soldados modernos
son como médicos e ingenieros
y ningún ministro de guerra
usa ropa de carnicero.
Guerra es guerra
–decía el invasor violento
violando la monja en el convento.
Guerra es guerra
–decía la estatua del almirante
con su boca de cemento.
Guerra es guerra
–decimos en el radar
degustando al enemigo
al norte del paladar.
Por lo tanto, no es preciso disfrazar
el amor a la guerra, con historias de amor a la Patria
y defensa del hogar. Amamos la guerra
y la paz, en bigamia ejemplar.
Yo, poeta moderno y el eterno Baudelaire,
yo y hasta vos, hypocrite lecteur
mon semblable, mon frère.
Queremos la batalla, aviones en llamas
navíos hundiéndose, el espectacular enfrentamiento
de mañana abrimos vísceras de peces
con la punta de las bayonetas,
y al son del culinario clarín
hundimos nuestras dagas en los chanchos
y adornamos de medallas
a los muertos sobre la mesa.
Si es posible, la carne limpia, sin sangre
que el misil, lanzado a la distancia,
en silencio, no salpique nuestra ropa.
Pero si fuera preciso un “baño de sangre”,
como decía Terencio: “Soy humano
y nada de lo que es humano me es extraño”.
La muerte y la guerra, por lo tanto
ya no me toman de sorpresa.
Inscribo su efigie en la piedra
como si el dado de mi suerte
ya no rodase al azar.
Como si se pasase del blanco
al negro y al blanco retornase
sin ensombrecerme jamás.
Que venga la guerra. Cruel. Total.
El atómico clarín y la génesis del fin.
Cauto como conviene a los sabios,
primero gritaré contra ese hecho.
Pero voraz, como conviene a la especie,
al ver que invaden mis huertas
de las hojas del banano inventaré
la ideológica bandera
y haré estallar el cuerpo de mi enemigo
antes que ataque.
Y si él no tira ni viene, aprovecho
su descuido de hombre débil, invado su casa
saciando mi hambre de caníbal
rugiendo bajo mi máscara de hombre.
–Terrible es tu discurso, poeta!
Escucho a alguien decir.
Terrible fue elaborarlo,
ahora me siento libre.
La muerte y la guerra
Ya no me pueden alarmar.
Como Edipo perplejo
las descifré en mis vísceras
antes que la dudosa esfinge
me pudiese devorar.
Ni cínico ni triste. Animal
humano, voy en marcha, danzas, rezos
para el gran carnaval.
Soldado, penitente, poeta
–la paz y la guerra, la vida y la muerte
me aguardan
–en un atómico funeral.
–Se acabará la especie humana sobre la Tierra?
No. Han de sobrar un nuevo Adán y Eva
para rehacer el amor, y dos hermanos:
–Caín y Abel
–a reinventar la guerra.
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