Diego Muzzio, Buenos Aires, 11 de junio 1969
West 67th Street
Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida: la dirección de su segunda esposa,
en Nueva York, susurradas al chofer del taxi con
el cansancio de alguien que acaba de atravesar el océano
estudiando la anatomía de las nubes, comparando la veloz
metamorfosis del cielo con la corrupción. Delfines
lo acompañaron bajo el avión, reunidos en la alargada
sombra sobre el agua. Ellos lo sabían. ¿Lo sabía acaso él?
Sin embargo, esa era sólo la primera mitad del camino;
le restaba aún recorrer el resto. Un poema es un acontecimiento,
no la descripción de un acontecimiento, solía decir;
de modo que los árboles a ambos lados de la calle
y los autos que circulan como peces en un acuario,
la luz de un cuadro de Vermeer, los botiquines repletos de torazina,
la casa de piedra de su abuelo y las mansiones bostonianas bajo la nieve,
la celda que ocupó por negarse a matar, el Santo Padre afeitándose,
en una tibia mañana romana detrás de un spinnaker, el humo
de un cigarrillo flotando sobre un poema inconcluso, nada tienen
que hacer aquí. Debo comenzar otra vez, escribir de nuevo.
West 67th Street. Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida, tal vez. No podemos estar seguros;
tampoco es posible imaginar lo que un hombre ve
mientras el barquero lo conduce entre el incesante
movimiento del tráfico y esos inesperados derrumbes de la luz,
una nueva forma de corrupción, como la capacidad de corromper
que la poesía posee y que incluso en ese último instante lo sostiene.
A ambos lados del taxi, delfines lo escoltan en el aire.
West 67th Street
Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida: la dirección de su segunda esposa,
en Nueva York, susurradas al chofer del taxi con
el cansancio de alguien que acaba de atravesar el océano
estudiando la anatomía de las nubes, comparando la veloz
metamorfosis del cielo con la corrupción. Delfines
lo acompañaron bajo el avión, reunidos en la alargada
sombra sobre el agua. Ellos lo sabían. ¿Lo sabía acaso él?
Sin embargo, esa era sólo la primera mitad del camino;
le restaba aún recorrer el resto. Un poema es un acontecimiento,
no la descripción de un acontecimiento, solía decir;
de modo que los árboles a ambos lados de la calle
y los autos que circulan como peces en un acuario,
la luz de un cuadro de Vermeer, los botiquines repletos de torazina,
la casa de piedra de su abuelo y las mansiones bostonianas bajo la nieve,
la celda que ocupó por negarse a matar, el Santo Padre afeitándose,
en una tibia mañana romana detrás de un spinnaker, el humo
de un cigarrillo flotando sobre un poema inconcluso, nada tienen
que hacer aquí. Debo comenzar otra vez, escribir de nuevo.
West 67th Street. Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida, tal vez. No podemos estar seguros;
tampoco es posible imaginar lo que un hombre ve
mientras el barquero lo conduce entre el incesante
movimiento del tráfico y esos inesperados derrumbes de la luz,
una nueva forma de corrupción, como la capacidad de corromper
que la poesía posee y que incluso en ese último instante lo sostiene.
A ambos lados del taxi, delfines lo escoltan en el aire.
"un poema es un acontecimiento..."
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