John Keats, Londres, 31 de octubre 1795 – Roma, 23 de febrero 1821
Traducción Ana Bravo y Javier Adúriz
Oda al ruiseñor
I
Me duele el corazón y una modorra entumece
mis sentidos, como si hubiera bebido cicuta
o empinado, hace un minuto, algún denso
narcótico, y me hubiera hundido en el Leteo:
no por envidia de tu feliz destino,
sino por ser feliz en tu felicidad;
porque tú, alada dríada de los árboles
en melodiosa trama
con verdes hayas y sombras incontables,
a plena voz le cantas al verano.
II
Oh, si un trago de vino, largamente enfriado
en la tierra profunda, con sabor a Flora
y a los campos verdes, a danzas y canciones
provenzales, y gozo soleado;
oh, si una jarra llena del sur caluroso,
llena de auténtico y ruboroso Hipocrene,
con redondas burbujas rebosando los bordes
y la boca manchada de púrpura,
yo pudiera beber y alejarme invisible del mundo,
desaparecer contigo en la penumbra del bosque.
III
Irme lejos, disolverme y olvidar del todo
lo que tú entre las hojas nunca conociste:
el cansancio, la fiebre, el ajetreo de aquí,
donde sentados los hombres óyense gemir,
donde el temblor sacude unas pocas tristes canas,
donde la juventud empalidece espectral y muere;
donde pensar no es sino llenarse de pena,
desesperanzas con ojos de plomo,
donde la belleza no puede mantener el brillo de sus ojos
ni el nuevo amor suspirar por ellos más allá de mañana
IV
¡Basta! ¡Basta! Porque volaré hacia ti,
no conducido por Baco y sus leopardos
sino en las alas invisibles de la poesía,
aunque el cerebro torpe quede lento y perplejo.
Si ya contigo, tierna es la noche...
y tal vez, la reina luna esté en su trono,
rodeada por sus hadas estelares;
pero aquí no hay luz,
salvo la que soplan las brisas desde el cielo
por entre sombras verdes y senderos musgosos.
V
No alcanzo a ver las flores a mis pies
ni el incienso suave que flota entre las ramas;
pero adivino, en la penumbra fragante, la dulzura
con que la estación propicia dota
a la hierba, el seto y los frutos silvestres,
al espino blanco y la pastoril eglantina,
a las violetas marchitas cubiertas de hojas
y a la primogénita de mayo:
la naciente rosa mosquete, llena de rocío,
delicia de las moscas en tardes de verano.
VI
Mientras oscurece escucho. Y cuánto tiempo estuve
medio enamorado de la muerte apacible;
la he llamado con suavidad en rimas meditadas
para que se lleve al aire mi aliento sosegado.
Ahora más que nunca parece bueno morir,
dejar de ser sin dolor sobre la medianoche,
mientras derramas por todas partes tu alma
¡en, semejante éxtasis!
Aún seguirías cantando..., cuando vanos mis oídos
se volvieran de tierra para tu alto réquiem.
VII
Tú no naciste para la muerte, ave inmortal,
ni te han gastado las generaciones hambrientas:
la voz, que oigo osla noche fugaz ya fue oída
en antiguos tiempos por emperadores y bufones;
quizás, la misma canción que se abrió camino
al triste corazón do Ruth, cuando deseosa
de patria lloraba de pie entre mieses ajenas;
la misma que otras veces
hechizara mágicas almenas abiertas a la espuma
de mares peligrosos, en tierras legendarias, desoladas.
VIII
¡Desoladas...! Como una campana, la misma palabra
me aparta de ti hacia mi propia soledad.
¡Adiós! la fantasía no alcanza a mentir tan bien
como lo dice su fama de duende embustero.
¡Adiós!, ¡adiós! Doliente tu himno se diluye
más allá de los prados, sobre el arroyo quieto,
colina arriba; el que ahora, se entierra hondo
en los claros del valle contiguo.
¿Fue una visión o un sueño de vigilia?
La música ha volado: ¿estoy despierto o duermo?
Traducción Ana Bravo y Javier Adúriz
Oda al ruiseñor
I
Me duele el corazón y una modorra entumece
mis sentidos, como si hubiera bebido cicuta
o empinado, hace un minuto, algún denso
narcótico, y me hubiera hundido en el Leteo:
no por envidia de tu feliz destino,
sino por ser feliz en tu felicidad;
porque tú, alada dríada de los árboles
en melodiosa trama
con verdes hayas y sombras incontables,
a plena voz le cantas al verano.
II
Oh, si un trago de vino, largamente enfriado
en la tierra profunda, con sabor a Flora
y a los campos verdes, a danzas y canciones
provenzales, y gozo soleado;
oh, si una jarra llena del sur caluroso,
llena de auténtico y ruboroso Hipocrene,
con redondas burbujas rebosando los bordes
y la boca manchada de púrpura,
yo pudiera beber y alejarme invisible del mundo,
desaparecer contigo en la penumbra del bosque.
III
Irme lejos, disolverme y olvidar del todo
lo que tú entre las hojas nunca conociste:
el cansancio, la fiebre, el ajetreo de aquí,
donde sentados los hombres óyense gemir,
donde el temblor sacude unas pocas tristes canas,
donde la juventud empalidece espectral y muere;
donde pensar no es sino llenarse de pena,
desesperanzas con ojos de plomo,
donde la belleza no puede mantener el brillo de sus ojos
ni el nuevo amor suspirar por ellos más allá de mañana
IV
¡Basta! ¡Basta! Porque volaré hacia ti,
no conducido por Baco y sus leopardos
sino en las alas invisibles de la poesía,
aunque el cerebro torpe quede lento y perplejo.
Si ya contigo, tierna es la noche...
y tal vez, la reina luna esté en su trono,
rodeada por sus hadas estelares;
pero aquí no hay luz,
salvo la que soplan las brisas desde el cielo
por entre sombras verdes y senderos musgosos.
V
No alcanzo a ver las flores a mis pies
ni el incienso suave que flota entre las ramas;
pero adivino, en la penumbra fragante, la dulzura
con que la estación propicia dota
a la hierba, el seto y los frutos silvestres,
al espino blanco y la pastoril eglantina,
a las violetas marchitas cubiertas de hojas
y a la primogénita de mayo:
la naciente rosa mosquete, llena de rocío,
delicia de las moscas en tardes de verano.
VI
Mientras oscurece escucho. Y cuánto tiempo estuve
medio enamorado de la muerte apacible;
la he llamado con suavidad en rimas meditadas
para que se lleve al aire mi aliento sosegado.
Ahora más que nunca parece bueno morir,
dejar de ser sin dolor sobre la medianoche,
mientras derramas por todas partes tu alma
¡en, semejante éxtasis!
Aún seguirías cantando..., cuando vanos mis oídos
se volvieran de tierra para tu alto réquiem.
VII
Tú no naciste para la muerte, ave inmortal,
ni te han gastado las generaciones hambrientas:
la voz, que oigo osla noche fugaz ya fue oída
en antiguos tiempos por emperadores y bufones;
quizás, la misma canción que se abrió camino
al triste corazón do Ruth, cuando deseosa
de patria lloraba de pie entre mieses ajenas;
la misma que otras veces
hechizara mágicas almenas abiertas a la espuma
de mares peligrosos, en tierras legendarias, desoladas.
VIII
¡Desoladas...! Como una campana, la misma palabra
me aparta de ti hacia mi propia soledad.
¡Adiós! la fantasía no alcanza a mentir tan bien
como lo dice su fama de duende embustero.
¡Adiós!, ¡adiós! Doliente tu himno se diluye
más allá de los prados, sobre el arroyo quieto,
colina arriba; el que ahora, se entierra hondo
en los claros del valle contiguo.
¿Fue una visión o un sueño de vigilia?
La música ha volado: ¿estoy despierto o duermo?
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