jueves, 14 de enero de 2016

Camilo Brodsky -Kintsugi

Camilo Brodsky, Santiago de Chile, 17 de mayo 1974


Kintsugi

Un límite para la riqueza.
Como el que se construye para encontrar
el texto indicado, la línea.

Pero piden cosas que no es posible entregar
cosas que no se pueden dar sin un desgarro.

Digo
este no saber lo que se hace, el fallo
permanente en las aplicaciones de la teoría
una grieta encima
                               borrando cualquier rastro de ternura.

Detrás de todo hay una rebelión en marcha que nunca
resultará del todo, no se verá
realizada con la meticulosa neurosis que requieren estos hechos.

Hacer cuentas sin capitular.

La luz prefiere siempre superficies claras.
El lado blanco de la hoja de un álamo
brillando al ritmo del sexo bajo treintaicuatro grados célsius
y mostrando sus dos caras alternadamente
horas antes de que el calor te expulse
fuera de la cama y tengas que partir
a buscar a tu hija mayor al liceo; el álamo
que acompaña tus casas como las estaciones, el viento
la brisa caliente a comienzos del verano
parte del discurso que se te desgrana
como la falta de respuesta del destinatario

—después del sexo, en todo caso
quiero que me echen una sábana
fría y delgada sobre el cuerpo
una sombra como la que proyectaba
el pino que cortaron en Concón
porque estaba siempre a punto de caer

sobre alguien
de aplastar a alguien
de reventar contra el suelo
el cráneo de alguien

como balas sobre arena en El Alamein
o escarabajos caminando sobre tu pie izquierdo

—es algo que pasa
como las balas; el escarabajo
opaco, negro, voluminoso como la culpa
no del marrón brillante de las baratas
al borde del rojo tantas veces; pero no
pienso en un tono más egipcio
si se puede usar el símil
si se me permite
usarlo

—pero no importa en realidad
lo que se puede o no decir en el poema
como si no fuera en todo caso una ficción adentro
de otra ficción esta pregunta
retórica y mentirosa
chapucera
una paparruchada más
otra grieta en la superficie del discurso que sellar
como el señor Tagomi hubiera querido
antes de volar la quijada del alemán
que Philip K. Dick puso en su oficina
para hacer que la novela continuara funcionando
como el mecanismo de precisión que debe ser;

todo a prueba de fisuras
que rellenar con oro para embellecer
la trizadura de una vida o de una
época

un rastrojo de generación —pues no queremos
morir en este día
junto a quien no quiera
morir junto a nosotros... ¡San Crispín!

¡San Crispín!

Esa bota muerta que descansa a un lado
de la tienda de campaña permanece
impávida como el Honor o el Heroísmo, y sirve
tan poco como ellos. ¡No se come!

¡No se traga!
¡No alimenta otra boca que la boca seca!

Pero sí retuerce el cuello de la grieta
se mete como cuña y aporrea
resquebrajando toda la memoria de un hombre;
las fotografías familiares en el velador se desencajan
el maquillaje escurre por la cara de su amante tras el agua
de una lágrima salada como el Mar de los Sargazos
todo se lo lleva ese agujero de gusano
la integridad del cuerpo, su agonía —entonces

no nombrarlo.

No nombrarlo nunca, no decir el hilo, no mostrar
el recorrido de la costura.

Un zurcidor japonés
para el jarrón del alma — y todo
para volver a empezar
recorrer otra vez el poema y dar
con el error de buscar la perfección; un loop
por el que ya se ha transitado
se repite como el sol cayendo
sobre el escritorio a las cinco de la tarde, y claro
genera también ese cansancio de la iteración
que desbasta relaciones, anhelos, simples ganas de hacer algo.

Porque ahí está
siempre quebrándose algo
siempre haciéndose añicos
trozos pequeños que se clavan
en los pies
y no te dejan caminar sin que la sangre
manche el piso, el camino, la moqueta

—en el living
donde hemos sacado la alfombra a causa del calor
unas niñas —mis niñas
hacen una máscara de cartulina.

Ahí está, para mí
toda la ciencia:
saber hacer las máscaras de cartulina
muy a lo Mishima, no desesperarse y saber
hacer las máscaras de cartulina
para cubrirnos de la mejor manera ante el desastre
dejando un generoso espacio a la altura
de lo que debiera ser la boca
para sonreír de vez en cuando
y seguir tragando bocanadas presurosas

de aire
aire
aire
de aire.

Porque piden cosas que no es posible entregar
cosas que no se pueden dar sin un desgarro y eso
no nos puede conducir más que al desastre —volver
a la letra entonces, al latido de la letra. Cerrar la puerta
a la pálida intención de redimirse por el texto
a la triste idea terapéutica del texto;

matar el corazón de la letra para que la letra
deje de joderte el día con su latido insistente.

Vivir la contradicción
mientras pegas los pedazos
de cerámica
los recortes de los diarios
las fotografías de los obituarios en la cocina

y llenas tus dedos de pegamento.



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