Thomas Kinsella, Inchicore, Irlanda, 4 de mayo 1928
Versión Gerardo Gambolini
Lágrima
Me hicieron entrar a verla.
Un fleco de cuentas de azabache
tintineó en mis oídos
al traspasar la cortina.
Me envolvió una penumbra morada.
Mi corazón se contrajo
ante el olor de órganos en desuso
y un riñón putrefacto.
El negro delantal donde solía
hundir mi cara
estaba doblado al pie de la cama
en la última y tenue luz de la ventana.
(Ve y dile adiós)
y fui empujado
hacia abismos insondables.
Me paré delante de ella.
Miraba el techo fijamente
y se empolvaba una mejilla, distraída,
reclinada contra el espaldar,
descansando hasta el próximo ataque.
Las mantas estiradas
casi hasta su boca,
que las líneas de mal genio
subrayaban todavía. Su cabello gris
suelto igual que el de una joven,
por toda la almohada,
mezclado con las sombras
que le cruzaban la frente
y en la boca y los ojos, como una red,
sujetando su cabeza contra la cama
y cayendo enmarañado hacia la sombra
que carcomía el piso a mis pies.
No me podía mover al principio, ni lo deseaba,
por miedo a que pudiera darse vuelta y me indicara
(la madre de mi padre)
con voz apremiante
—con algún feroz susurro lisonjero—
que me escondiese una última vez
contra ella, y me enterrara
en su fango reseco.
¿Debía besarla? Cuando besara
la humedad que avanzaba
por las paredes floreadas
de aquella fosa.
Pero debía besarla.
Me arrodillé junto al cuerpo en el lecho de muerte
y hundí mi cara en el frío y el olor
de su delantal negro.
Rapé y almizcle, los pliegues contra mis párpados
me transportaron a un sitio abandonado
que olía a ceniza: paredes y techos desconocidos
crujían pareciendo respirar.
Me vi revolviendo cenizas apagadas
buscando algún vestigio
de calor, cuando a lo lejos
en las bóvedas, oí caer
una gota. Y encontré
lo que estaba buscando
— ni fuego, ni calor,
ni alivio alguno,
sino su voz, suave, hablándole a alguien
sobre mi padre: “Dios lo ayude, derramó
grandes lágrimas allí junto a la máquina
por la pobrecita.” Gotas
brillantes sobre la tapa de madera
por mi hermanita. El lamento mío de
cachorro cesó pronto,
con toda temprana conjetura
de la triste monotonía y el tedioso pesar
y permanece amargo en riguroso cautiverio.
¡Cómo lo sentía ahora —
su corazón latiendo en mi boca!
Resolló entrecortadamente,
empujó las mantas
y se estremeció con un gesto de cansancio.
Me incorporé
y dejé la habitación
prometiéndome que
la besaría realmente
cuando estuviera realmente muerta.
Mi abuelo alzó apenas la vista del hogar
cuando asomé por la puerta, encogió los hombros
y volvió a clavar en el fuego
la mirada ausente.
Me quedé un momento a su lado,
incómodo, y me fui al taller.
Todavía había luz allí
y sentí que volvía a respirar.
La vejez puede digerir
cualquier cosa: la conmoción
ante las puertas del Cielo — la lucha que afrontamos
durante toda la vida.
Qué largo y duro se hace
hasta llegar al Cielo, a menos que uno,
como la pequeña Agnes,
se desvanezca con lágrimas tempranas.
Versión Gerardo Gambolini
Lágrima
Me hicieron entrar a verla.
Un fleco de cuentas de azabache
tintineó en mis oídos
al traspasar la cortina.
Me envolvió una penumbra morada.
Mi corazón se contrajo
ante el olor de órganos en desuso
y un riñón putrefacto.
El negro delantal donde solía
hundir mi cara
estaba doblado al pie de la cama
en la última y tenue luz de la ventana.
(Ve y dile adiós)
y fui empujado
hacia abismos insondables.
Me paré delante de ella.
Miraba el techo fijamente
y se empolvaba una mejilla, distraída,
reclinada contra el espaldar,
descansando hasta el próximo ataque.
Las mantas estiradas
casi hasta su boca,
que las líneas de mal genio
subrayaban todavía. Su cabello gris
suelto igual que el de una joven,
por toda la almohada,
mezclado con las sombras
que le cruzaban la frente
y en la boca y los ojos, como una red,
sujetando su cabeza contra la cama
y cayendo enmarañado hacia la sombra
que carcomía el piso a mis pies.
No me podía mover al principio, ni lo deseaba,
por miedo a que pudiera darse vuelta y me indicara
(la madre de mi padre)
con voz apremiante
—con algún feroz susurro lisonjero—
que me escondiese una última vez
contra ella, y me enterrara
en su fango reseco.
¿Debía besarla? Cuando besara
la humedad que avanzaba
por las paredes floreadas
de aquella fosa.
Pero debía besarla.
Me arrodillé junto al cuerpo en el lecho de muerte
y hundí mi cara en el frío y el olor
de su delantal negro.
Rapé y almizcle, los pliegues contra mis párpados
me transportaron a un sitio abandonado
que olía a ceniza: paredes y techos desconocidos
crujían pareciendo respirar.
Me vi revolviendo cenizas apagadas
buscando algún vestigio
de calor, cuando a lo lejos
en las bóvedas, oí caer
una gota. Y encontré
lo que estaba buscando
— ni fuego, ni calor,
ni alivio alguno,
sino su voz, suave, hablándole a alguien
sobre mi padre: “Dios lo ayude, derramó
grandes lágrimas allí junto a la máquina
por la pobrecita.” Gotas
brillantes sobre la tapa de madera
por mi hermanita. El lamento mío de
cachorro cesó pronto,
con toda temprana conjetura
de la triste monotonía y el tedioso pesar
y permanece amargo en riguroso cautiverio.
¡Cómo lo sentía ahora —
su corazón latiendo en mi boca!
Resolló entrecortadamente,
empujó las mantas
y se estremeció con un gesto de cansancio.
Me incorporé
y dejé la habitación
prometiéndome que
la besaría realmente
cuando estuviera realmente muerta.
Mi abuelo alzó apenas la vista del hogar
cuando asomé por la puerta, encogió los hombros
y volvió a clavar en el fuego
la mirada ausente.
Me quedé un momento a su lado,
incómodo, y me fui al taller.
Todavía había luz allí
y sentí que volvía a respirar.
La vejez puede digerir
cualquier cosa: la conmoción
ante las puertas del Cielo — la lucha que afrontamos
durante toda la vida.
Qué largo y duro se hace
hasta llegar al Cielo, a menos que uno,
como la pequeña Agnes,
se desvanezca con lágrimas tempranas.
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