Paula Jiménez España, Bs As, 23 de agosto 1969
Baltimore
Al ascender al buque
olvidaré aquella escala
donde el mar
atropellaba al inundado
y en las fondas los hombres
se reían
a carcajadas. Rabiosos
como perros contagiados
bajaban a los burdeles,
seleccionaban mujeres
por su color de pelo
o por el tamaño de sus culos,
a toda hora seleccionaban
con un jarro en la mano
espumoso
como sus bocas,
desbordadas como
sus pantalones ya justos
de tanto aguantar
los cinco meses
que esperaban Baltimore.
Han cambiado en esa fonda
tres veces al pianista
pasado por navaja
y ningún hombre
puede sostener ya
una nota en ese puerto.
La sola idea de la sangre
sobre el blanco
de las teclas
o el parquet viejo donde marcan
el ritmo los zapatos,
da escozor a los músicos
del pueblo, y por eso
el futuro muerto
es siempre un viajero.
Mentiría diciendo
que una mujer no puede
ser feliz en Baltimore.
Hablo de mí:
adoré a Dafne en una fonda
de Palermo, “parecés
un marinero de Baltimore”
dijo Mane, y ambas me arrojaron
a las orillas de este cuento.
Una, una vez,
de peluca amarilla
inquietantemente alegre
se cargó al músico
de un puñal en la tráquea.
Pasaron dos horas
y no había hombre
que se le resistiera. No había
hombre que no sintiese
miedo y el miedo
es la antesala
de la pasión. Enloquecían
por ella. Una pantera rubia
recostando su mirada
sobre una barra de madera
donde un barman cazador
la ignoraba y la quería.
La quería
como se puede querer
lo que se ignora.
Alguien bajó la tapa
del teclado y el piano
fue suplantado
por un coro de marinos
alemanes y borrachos
que chocaban entre sí los vasos
hasta pulverizarlos en el aire.
La fiesta y el muerto
duraron tirados en medio de la sala
hasta que el buque
llamó a ocupar los puestos.
Comienza así la pausa
que va de Baltimore
a Baltimore.
Mientras trabajan
colgando sogas enroscadas
en sus hombros
y trepando a los mástiles
sueñan con la próxima
noche y la próxima rubia,
aguardan
cansados ya de un mundo
sin privilegios
donde todos los océanos
idénticos
se iluminan a la misma hora,
presos
de los mismos ruidos,
gozando de una larga abstinencia.
Perturbados
hasta volver a Baltimore
otra vez
a ver morir al mismo músico.
Baltimore
Al ascender al buque
olvidaré aquella escala
donde el mar
atropellaba al inundado
y en las fondas los hombres
se reían
a carcajadas. Rabiosos
como perros contagiados
bajaban a los burdeles,
seleccionaban mujeres
por su color de pelo
o por el tamaño de sus culos,
a toda hora seleccionaban
con un jarro en la mano
espumoso
como sus bocas,
desbordadas como
sus pantalones ya justos
de tanto aguantar
los cinco meses
que esperaban Baltimore.
Han cambiado en esa fonda
tres veces al pianista
pasado por navaja
y ningún hombre
puede sostener ya
una nota en ese puerto.
La sola idea de la sangre
sobre el blanco
de las teclas
o el parquet viejo donde marcan
el ritmo los zapatos,
da escozor a los músicos
del pueblo, y por eso
el futuro muerto
es siempre un viajero.
Mentiría diciendo
que una mujer no puede
ser feliz en Baltimore.
Hablo de mí:
adoré a Dafne en una fonda
de Palermo, “parecés
un marinero de Baltimore”
dijo Mane, y ambas me arrojaron
a las orillas de este cuento.
Una, una vez,
de peluca amarilla
inquietantemente alegre
se cargó al músico
de un puñal en la tráquea.
Pasaron dos horas
y no había hombre
que se le resistiera. No había
hombre que no sintiese
miedo y el miedo
es la antesala
de la pasión. Enloquecían
por ella. Una pantera rubia
recostando su mirada
sobre una barra de madera
donde un barman cazador
la ignoraba y la quería.
La quería
como se puede querer
lo que se ignora.
Alguien bajó la tapa
del teclado y el piano
fue suplantado
por un coro de marinos
alemanes y borrachos
que chocaban entre sí los vasos
hasta pulverizarlos en el aire.
La fiesta y el muerto
duraron tirados en medio de la sala
hasta que el buque
llamó a ocupar los puestos.
Comienza así la pausa
que va de Baltimore
a Baltimore.
Mientras trabajan
colgando sogas enroscadas
en sus hombros
y trepando a los mástiles
sueñan con la próxima
noche y la próxima rubia,
aguardan
cansados ya de un mundo
sin privilegios
donde todos los océanos
idénticos
se iluminan a la misma hora,
presos
de los mismos ruidos,
gozando de una larga abstinencia.
Perturbados
hasta volver a Baltimore
otra vez
a ver morir al mismo músico.