Jean Genet, París, 19 de diciembre 1910 – París, 15 de abril 1986
Versión Lino Mondino
El condenado a muerte
El viento que en los patios arrastra un corazón;
un ángel que solloza suspendido de un árbol,
la columna de azul que envuelve el mármol
alumbran en mi noche salidas de emergencia.
Un pájaro que muere y el sabor a ceniza,
el recuerdo de un ojo dormido sobre el muro
y el dolorido puño que amenaza el azul
al hueco de mis manos hacen bajar tu rostro.
Ese rostro más duro y sutil que una máscara,
más cargado en mi palma que en los dedos del ladrón
la joya que se embolsa, anegado en llanto.
Es feroz y es sombrío y el laurel lo corona.
Es severo tu rostro como el de un monje griego.
Trémulo permanece en mis manos cerradas.
De una muerta es tu boca y rosas tus ojos,
y tu nariz, quizás, el pico de un arcángel.
La brillante helada de un perverso pudor
que empolvó tus cabellos de astros de limpio acero,
que coronó tu frente de espinas de rosal,
¿Qué revés la fundió cuando tu rostro canta?
¿Qué fatalidad, centellea en tu mirada
con despecho tan alto, que el más cruel dolor,
visible y descompuesto decora tu bella boca
pese a tu llanto helado, de una sonrisa fúnebre?
No cantes esta noche “Les costauds de la lune”.
Sé más bien, chico de oro, princesa de una torre
que sueña melancólica en nuestro pobre amor;
o pálido marinero que vigila en la lágrima.
Y a la tarde desciende y canta sobre el puente
entre los marineros, destocados y humildes,
el "Ave María Stella". Cada marino blande
su verga palpitante en la pícara mano.
Y para atravesarte, grumete del azar,
bajo el calzón se empalman los fuertes marineros.
Amor mío, amor mío, ¿Podrás robar las llaves
que me abrirán el cielo donde tiemblan los mástiles?
Desde allí siembras, blancos encantamientos,
copos sobre mis páginas, en mi muda prisión:
lo espantoso, los muertos en sus flores violetas,
la parca con sus gallos, sus espectros de amantes.
Con sofocados pasos cruza en ronda la guardia.
En mis ojos vacíos tu recuerdo reposa.
Puede ser que se evada atravesando el techo.
Se habla de la Guyana como una tierra cálida.
¡Oh el dulzor de la cárcel lejana e imposible!
¡Oh el indolente cielo, el mar y las palmeras,
las límpidas mañanas, los crepúsculos calmos,
las cabezas rapadas, las pieles de satén!
Evoquemos, Amor, a cierto duro amante,
enorme como el mundo y de cuerpo sombrío.
Nos fundirá desnudos en sus oscuros antros,
entre sus muslos de oro, en su cálido vientre.
Un macho deslumbrante tallado en un arcángel
se excita al ver los ramos de clavel y jazmín
que llevarán temblando tus manos luminosas,
sobre su augusto flanco que tu abrazo estremece.
¡Oh tristeza en mi boca! ¡Amargura inflamando
mi pobre corazón! ¡Mis fragantes amores,
ya se alejan de mí! ¡Adiós, huevos amados!
Sobre mi voz quebrada, ¡adiós minga insolente!
¡No cantes más, chico, dejá ese aire apache!
intenta ser la joven de luminoso cuello,
o, si el miedo te deja, el melodioso niño,
muerto en mí mucho antes que el hacha me mutile.
¡Mi bellísimo lacayo coronado de lilas!
inclínate en mi lecho, deja a mi pija dura
golpear tu mejilla. Tu amante el asesino
te relata su gesta entre mil explosiones.
Canta que un día tuvo tu cuerpo y tu semblante,
tu corazón que nunca lastimarán las espuelas
de un tosco caballero. ¡Poseer tus rodillas,
tus manos, tu garganta, tener tu edad, pequeño!
Robar, robar tu cielo salpicado de sangre,
lograr una obra maestra con muertos cosechados
por doquier en los prados, los asombrados muertos
de preparar su muerte, su cielo adolescente...
Las solemnes mañanas, el ron, el cigarrillo...
las sombras de tabaco, de prisión, de marinos
acuden a mi celda, y me tumba y me abraza
con cargada bragueta un espectro asesino.
La canción que atraviesa un mundo tenebroso
es el grito de un rufián traído por tu música,
el canto de un ahorcado tieso como una estaca,
la mágica llamada de un pícaro enamorado.
Un muchacho dormido solicita las boyas
que no lanza el marino al dormido lunático.
Un niño contra el muro erguido permanece,
otro duerme encogido con las piernas cruzadas.
Yo maté por los ojos de un bello indiferente
que nunca comprendió mi contenido amor,
en su góndola negra una ignorada amante,
bella como un navío y adorándome muerta.
Cuando ya estés dispuesto, alistado en el crimen,
de crueldad cubierto, con tus rubios cabellos,
en la cadencia loca y breve de las violas,
degüella a una heredera tan sólo por placer.
Súbito aparecer de un férreo caballero
impasible y cruel; pese a la hora, visible
en el gesto impreciso de una vieja que gime.
No tiembles, sobre todo ante sus claros ojos.
Del tan temido cielo de los crímenes
de amor viene este espectro. Niño de las honduras
nacerán de sus cuerpos extraños esplendores
y perfumado semen de su verga adorable.
Pétreo, negro granito sobre alfombra de lana,
la mano sobre el flanco, óyelo caminar.
Hacia el sol se dirige su cuerpo sin pecado
y tranquilo te tiende a orillas de su fuente.
Cada rito de sangre delega en un muchacho
para que inicie al niño en su primera prueba.
Sosiega tu temor y tu reciente angustia,
Chupa mi duro miembro como si fuese un helado.
Mordisquea con ternura su roce en tu mejilla,
besa mi pija tiesa, entierra en tu garganta
el bulto de mi verga tragado de una vez,
¡Ahógate de amor, vomita y haz tu mueca!
Adora de rodillas como un tótem sagrado
mi tatuado torso, adora hasta las lágrimas
mi sexo que se rompe, te azota como un arma,
adora mi bastón que te va a penetrar.
Brinca sobre tus ojos; y tu espíritu enhebra.
Inclina la cabeza y lo verás erguirse.
Notándolo tan noble y tan limpio a los besos
te postrarás rendido, diciéndole: “¡Madame!”
¡Escuchame, madame! ¡Madame, voy a morir!
¡La casa está embrujada! ¡La prisión vuela y tiembla!
¡Socorro, nos movemos!¡Unidos llevanos
a tu blanca capilla, Dama de la Merced!
Manda venir al sol; que llegue y me consuele.
¡Estrangula a esos gallos! ¡Adormece al verdugo!
Sonríe maligno el día detrás de mi ventana.
Para morir la cárcel es una pobre escuela.
En mi garganta inerme y pura, mi garganta
que mi mano más suave y formal que una viuda
roza bajo el tejido sin que me conmuevas.
Imprime la sonrisa de lobo de tus dientes.
¡Oh ven, sol hermosísimo, ven mi noche, de España,
acércate a mis ojos que mañana habrán muerto!
Llégate, abre la puerta, aproxima tus manos
Y llévame de aquí rumbo a nuestra aventura.
Despertar puede el cielo, florecer las estrellas,
no suspirar las flores, y, en los prados, la hierba.
Recibir el rocío que bebe la mañana,
Sonará la campana: solo yo moriré.
¡Ven, mi cielo de rosa, mi rubio canastillo!
En su noche visita al condenado a muerte.
¡Arráncate la carne, trepa, muerde, asesina,
Pero ven! Tu mejilla apoya en mi cabeza.
Aún no hemos terminado de hablar de nuestro amor,
aún no hemos acabado de fumar los “gitanes”.
Debemos preguntar por qué razón condenan
a un criminal, tan bello, que empalidece el día.
¡Amor, ven a mi boca! ¡Amor, abre tus puertas!
Recorre los pasillos, baja, rápido cruza,
vuela por la escalera más ágil que un pastor,
más suspenso en el aire que un vuelo de hojas muertas.
Atraviesa los muros, camina por el borde
de azoteas, de océanos; recúbrete de luz,
usa de la amenaza, de la plegaria usa,
pero ven, mi fragata, a una hora del fin.
Se arropan con la aurora los pétreos asesinos
en mi prisión abierta a un rumor de pinares
que la mecen, sujeta a delgadas maromas
trenzadas por marinos que broncea la mañana.
¿Quién dibuja en el techo la Rosa de los Vientos?
¿Quién en mi casa sueña, al fondo de su Hungría?
¿Qué chico ha robado en mi podrida paja
pensando en sus amigos al mismo despertar?
Divaga, ¡oh mi locura!, para mi gozo alumbra
un emoliente infierno repleto de soldados
con el torso desnudo y dorados pantalones;
lanza esas densas flores cuyo olor me fulmina.
De cualquier parte arranca las hazañas más locas.
Desnuda a los chiquillos, invéntate torturas,
mutila a la Belleza, desfigura los rostros
y ofrece la Guyana como lugar de encuentro.
¡Oh mi viejo Maroni!, ¡Oh Cayena la dulce!
Veo los volcados cuerpos de quince a veinte juramentos
en torno al crío rubio que apura las sobras
que escupen los guardianes entre el musgo y las flores.
Un cardo mojado basta para afligirnos.
Solitario y erguido entre tiesos helechos,
el más joven se apoya en sus lisas caderas,
inmóvil y esperando ser consagrado esposo.
Los viejos asesinos se apiñan para el rito.
En la tarde agachados prenden de un leño seco
una llama que roba, rápido, el jovencito
más emotivo y puro que un emotivo pene.
El más duro bandido, de lustrosos músculos,
con respeto se inclina ante el frágil mancebo.
Sube la luna al cielo. Una disputa amaina.
Tiemblan los enlutados pliegues de una bandera.
¡Te arropan con tal gracia tus mohines de encaje!
Con un hombro apoyado en la palmera cárdena
fumas y la humareda desciende a tu garganta
mientras los presos, en danza ritual,
Silenciosos y graves, por riguroso turno
aspiran de tu boca una pizca fragante,
una pizca y no dos, del anillo de humo
que empujas con la lengua. ¡Oh camarada triunfal!
Divinidad terrible, invisible y malvada,
tú quedas impasible, tenso, de metal claro,
sólo a ti mismo atento, dispensador fatal
recogido en las cuerdas de tu crujiente hamaca.
Tu alma delicada los montes atraviesa
acompañando siempre la milagrosa huida
de aquel que se ha fugado, muerto al fondo del valle
de una bala en el pecho, sin reparar en ti.
Elévate en el aire de la luna, mi vida.
En mi boca derrama el consistente semen
que pasa de tus labios a mis dientes, mi Amor,
a fin de fecundar nuestras nupcias dichosas.
Junta tu hermoso cuerpo contra el mío que muere
por darle por el culo a la puta más tierna.
Sopesando extasiado tus rotundas pelotas
mi pija de espada te enfila el corazón.
¡Mírala perfilada en su poniente que arde
y me va a consumir! Me queda poco tiempo,
llégate si te atreves, surge de tus estanques,
tus marismas, tu fango donde lanzas burbujas.
¡Oh, que me quemen, que me maten, almas que yo maté!
Miguel Ángel exhausto, en la vida esculpí,
pero la belleza siempre, Señor, yo la he servido:
mi vientre, mis rodillas, mis anhelantes manos.
Los gallos del cercado, la alondra mañanera,
las botellas de leche, una campana al viento,
pasos sobre la grava, mi celda clara y blanca.
Es alegre la paja en la negra prisión.
¡No tiemblo ya, Señores! Si rueda mi cabeza
en el fondo del cesto con los cabellos blancos,
mi pija para gozo en tu etérea cadera
o, para más belleza, mi pichón, en tu cuello.
¡Atento! Rey aciago de labios entreabiertos
accedo a tus jardines de desolada arena
en que inmóvil y erecto, con dos alzados dedos,
un velo de azul lino recubre tu cabeza.
¡Por un delirio idiota veo tu doble puro!
¡Amor! ¡Canción! ¡Mi reina! ¿Es tu espectro macho
visto durante el juego de tu pupila pálida
quien me examina así sobre la cal del muro?
No seas inclemente, deja cantar plegarias
a tu alma bohemia; concédeme otro abrazo…
¡Dios mío, voy a palmar sin poder estrujarte
en mi pecho y mi verga otra vez en la vida!
¡Perdóname, Señor, porque fui pecador!
Los lloros de mi voz, mi fiebre, mi aflicción,
el mal de abandonar mi muy amada Francia
¿No bastan, Señor mío, para ir a reposar
temblando de esperanza
en vuestros dulces brazos, vuestros castillos níveos?
Señor de antros oscuros, sé rezar todavía.
Soy yo, padre, el que un día a gritar prorrumpió:
¡Gloria al más ensalzado, al dios que me protege,
Hermes del blando pie!
Solicito a la muerte la paz, los largos sueños,
un canto de angelitos, sus perfumes y cintas,
angelotes de lana en tibias pañoletas,
y aguardo oscuras noches sin soles y sin lunas
sobre landas inmóviles.
Esta mañana no es la de mi ejecución.
Puedo dormir tranquilo. En el piso de arriba
mi lindo perezoso, mi perla, mi Jesús
despierta. Y pegará con su dura verga
en mi cráneo rapado.
Parece que a mi lado habita un epiléptico.
La prisión duerme en pie entre fúnebres cantos.
Si ven los marineros acercarse, los puertos
mis durmientes huirán a otra América.