Julieta Gamboa, D F México, 12 de octubre 1981
Elogio de la semilla
Sumergida en la bolsa de agua
con la membrana del tímpano todavía formándose
ya distinguía el filo agudo de las voces,
dilatado después de la salida,
continuado hasta la infancia:
el hombre y la mujer son uno
a la medida de la procreación;
en su centro palpita la semilla.
El lugar de tu cuerpo es una casa
para sentarte y esperar a que se abra la simiente
todas las veces posibles
y que tu rostro y tu voz se multipliquen y te prolonguen.
Pule tu reflejo en esa casa de murmullos;
cultiva lo blanco en la ropa
y tu mesura debajo de las sábanas.
El timbre de las voces construyó el laberinto:
dos cuerpos iguales deben repelerse;
el magnetismo no soporta la unión de cargas símiles,
verdad física.
El abrazo de una mujer y una mujer abre un tiempo estéril,
su cercanía tensa el equilibrio de lo vivo.
Tu piel anómala junto a otra piel anómala,
aleja la semilla, su germinación, el fin último.
La torcedura de las ramas se anunciaba en las líneas de tu mano,
en la ordenación de los astros el día que naciste.
Estirpe enferma,
invisible en el mapa de las criaturas.
Aprieta con fuerza las piernas,
encierra tu lengua,
cose los labios,
inhibe el tacto.
El deseo yerra cuando anega un campo fértil;
encuentra el camino para darte a un hombre y recibirlo,
o busca máscaras que ahoguen el sudor,
levanta muros que nos salven del contagio.
El exterior de las voces quiso un ser desmembrado,
tronco sin extremidades y sin sexo,
con la espina rota.
Pero mi cuerpo lentamente se hizo sordo,
mi vientre se hizo sordo al timbre agudo
para no secarse,
para no conservar las vísceras ceñidas
y limpiar de prédicas el tacto,
para borrar el ruido de los gusanos
gestando debajo de las piedras.
circulodepoesia.com
Elogio de la semilla
Sumergida en la bolsa de agua
con la membrana del tímpano todavía formándose
ya distinguía el filo agudo de las voces,
dilatado después de la salida,
continuado hasta la infancia:
el hombre y la mujer son uno
a la medida de la procreación;
en su centro palpita la semilla.
El lugar de tu cuerpo es una casa
para sentarte y esperar a que se abra la simiente
todas las veces posibles
y que tu rostro y tu voz se multipliquen y te prolonguen.
Pule tu reflejo en esa casa de murmullos;
cultiva lo blanco en la ropa
y tu mesura debajo de las sábanas.
El timbre de las voces construyó el laberinto:
dos cuerpos iguales deben repelerse;
el magnetismo no soporta la unión de cargas símiles,
verdad física.
El abrazo de una mujer y una mujer abre un tiempo estéril,
su cercanía tensa el equilibrio de lo vivo.
Tu piel anómala junto a otra piel anómala,
aleja la semilla, su germinación, el fin último.
La torcedura de las ramas se anunciaba en las líneas de tu mano,
en la ordenación de los astros el día que naciste.
Estirpe enferma,
invisible en el mapa de las criaturas.
Aprieta con fuerza las piernas,
encierra tu lengua,
cose los labios,
inhibe el tacto.
El deseo yerra cuando anega un campo fértil;
encuentra el camino para darte a un hombre y recibirlo,
o busca máscaras que ahoguen el sudor,
levanta muros que nos salven del contagio.
El exterior de las voces quiso un ser desmembrado,
tronco sin extremidades y sin sexo,
con la espina rota.
Pero mi cuerpo lentamente se hizo sordo,
mi vientre se hizo sordo al timbre agudo
para no secarse,
para no conservar las vísceras ceñidas
y limpiar de prédicas el tacto,
para borrar el ruido de los gusanos
gestando debajo de las piedras.
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