Alfred de Vigny, Loches, 27 de marzo 1797–París, 17 de septiembre 1863
Traducción Vayu Sakha
La muerte del lobo
Las oscuras nubes cruzaban la enardecida luna,
tal como el humo huye en un incendio
y los bosques se ennegrecían hasta el horizonte.
Marchamos sin hablar por sobre el pasto húmedo,
por entre los espesos matorrales y los altos brezos.
De pronto, bajo abetos parecidos a los de Landas,
vimos las grandes marcas de sus garras,
la de aquellos errantes lobos que estábamos persiguiendo.
Los escuchamos, reteniendo nuestro aliento
y deteniendo nuestros pasos. Ni bosques ni llanuras
lanzaban suspiros en el aire, solo
la veleta matinal gemía al cielo;
y el viento, muy elevado por sobre la tierra,
no rozaba con sus pies sino las torres solitarias.
Y los robles, apoyados en rocas reclinadas,
parecían dormitar y reposar sobre sus codos.
No hubo susurro alguno, hasta que bajó la cabeza
el más viejo de nuestros cazadores abocados al rastreo;
inclinándose se fijó en la arena y de inmediato,
él, que nunca se había equivocado,
dijo en voz baja que las recientes marcas
anunciaban el paso y las poderosas garras
de dos grandes lobos cervarios y de sus dos lobeznos.
Entonces preparamos nuestros puñales,
ocultando nuestros rifles y su resplandeciente brillo.
Avanzamos paso a paso, apartando la espesura.
Tres de los nuestros se detuvieron, y yo, buscando lo que veían,
percibí de pronto dos ojos fulgurantes
y, más allá, a cuatro formas delicadas
que danzaban bajo la luna en medio de los matorrales,
tal como lo hacen cada día -con mucho ruido y ante nuestra vista-
los alegres galgos al regreso de su amo.
Y su ritmo era similar, como similar era su danza,
pero los lobeznos jugaban en silencio,
pues bien sabían que a pocos pasos -tan solo dormitando
bajo muros- reposaba el hombre, su enemigo.
El padre estaba de pie y más allá, contra un árbol,
descansaba su loba, como aquella de mármol
adorada por los romanos, cuyo velludo cuerpo
abrigó a los semidioses Rómulo y Remo.
El lobo se acercó y agazapó con sus patas preparadas,
con sus agudas garras clavándose en la tierra.
Se sabía perdido, pues había sido sorprendido;
su retirada estaba clausurada y todos los caminos ya tomados.
Entonces, en su ardiente hocico
apresó la jadeante garganta del perro más temerario
sin relajar sus colmillos de hierro,
a pesar de nuestros disparos que atravesaron su carne
y de nuestros agudos puñales que, como tenazas,
lo atravesaron penetrando sus amplias entrañas.
Hasta el final mantuvo aprisionada la garganta del perro
que, muerto hacía rato, yacía desplomado a sus pies.
Luego el lobo lo soltó y dirigió su mirada sobre nosotros.
Tenía en su cuerpo los cuchillos clavados hasta la empuñadura
y lo estancaban en el pasto inundado con su sangre;
nuestros rifles lo rodearon en una siniestra media luna.
Nos miró de nuevo y luego se desplomó
con la sangre fluyendo de su boca,
y sin importarle saber cómo moría,
cerró sus grandes ojos y se fue sin un lamento.
II
Reposé mi frente sobre mi rifle ya sin pólvora
y me puse a pensar, sin poder decidirme
a perseguir a la loba y sus hijos, a aquellos tres
que quisieron esperarlo; y creo que,
de no ser por sus dos lobeznos, la oscura y sombría viuda
no le hubiese permitido sufrir solo la gran prueba.
Pero su deber era salvarlos, a fin de
enseñarles a padecer el hambre,
a jamás hacer un pacto con las aldeas,
tal como lo hicieran el hombre y los animales serviles,
los cuales cazan delante de él -para tener donde dormir-
a los originales propietarios de los bosques y colinas.
¡Oh, a pesar del gran nombre de hombres,
siento vergüenza de nosotros, de lo débiles que somos!
¡Cómo se ha de abandonar la vida y todos sus males,
eso lo saben ustedes, sublimes animales!
Al ver lo que se ha sido sobre la tierra y lo que se ha dejado,
solo el silencio es grandioso, lo demás debilidad.
¡Ah, te entiendo bien salvaje nómade!
Tu última mirada penetró hasta mi corazón
diciendo: “Si puedes, haz que tu alma alcance,
a fuerza del estudio y la reflexión,
aquel alto grado de orgullo estoico
al que yo, nacido entre los bosques, llegué antes que otro.
Gemir, llorar e implorar son igualmente vanos,
dedícate con toda energía a tu larga y ardua tarea
dondequiera que el camino o el destino te llamen,
y luego, al igual que yo, sufre y muere sin hablar”.
Traducción Vayu Sakha
La muerte del lobo
Las oscuras nubes cruzaban la enardecida luna,
tal como el humo huye en un incendio
y los bosques se ennegrecían hasta el horizonte.
Marchamos sin hablar por sobre el pasto húmedo,
por entre los espesos matorrales y los altos brezos.
De pronto, bajo abetos parecidos a los de Landas,
vimos las grandes marcas de sus garras,
la de aquellos errantes lobos que estábamos persiguiendo.
Los escuchamos, reteniendo nuestro aliento
y deteniendo nuestros pasos. Ni bosques ni llanuras
lanzaban suspiros en el aire, solo
la veleta matinal gemía al cielo;
y el viento, muy elevado por sobre la tierra,
no rozaba con sus pies sino las torres solitarias.
Y los robles, apoyados en rocas reclinadas,
parecían dormitar y reposar sobre sus codos.
No hubo susurro alguno, hasta que bajó la cabeza
el más viejo de nuestros cazadores abocados al rastreo;
inclinándose se fijó en la arena y de inmediato,
él, que nunca se había equivocado,
dijo en voz baja que las recientes marcas
anunciaban el paso y las poderosas garras
de dos grandes lobos cervarios y de sus dos lobeznos.
Entonces preparamos nuestros puñales,
ocultando nuestros rifles y su resplandeciente brillo.
Avanzamos paso a paso, apartando la espesura.
Tres de los nuestros se detuvieron, y yo, buscando lo que veían,
percibí de pronto dos ojos fulgurantes
y, más allá, a cuatro formas delicadas
que danzaban bajo la luna en medio de los matorrales,
tal como lo hacen cada día -con mucho ruido y ante nuestra vista-
los alegres galgos al regreso de su amo.
Y su ritmo era similar, como similar era su danza,
pero los lobeznos jugaban en silencio,
pues bien sabían que a pocos pasos -tan solo dormitando
bajo muros- reposaba el hombre, su enemigo.
El padre estaba de pie y más allá, contra un árbol,
descansaba su loba, como aquella de mármol
adorada por los romanos, cuyo velludo cuerpo
abrigó a los semidioses Rómulo y Remo.
El lobo se acercó y agazapó con sus patas preparadas,
con sus agudas garras clavándose en la tierra.
Se sabía perdido, pues había sido sorprendido;
su retirada estaba clausurada y todos los caminos ya tomados.
Entonces, en su ardiente hocico
apresó la jadeante garganta del perro más temerario
sin relajar sus colmillos de hierro,
a pesar de nuestros disparos que atravesaron su carne
y de nuestros agudos puñales que, como tenazas,
lo atravesaron penetrando sus amplias entrañas.
Hasta el final mantuvo aprisionada la garganta del perro
que, muerto hacía rato, yacía desplomado a sus pies.
Luego el lobo lo soltó y dirigió su mirada sobre nosotros.
Tenía en su cuerpo los cuchillos clavados hasta la empuñadura
y lo estancaban en el pasto inundado con su sangre;
nuestros rifles lo rodearon en una siniestra media luna.
Nos miró de nuevo y luego se desplomó
con la sangre fluyendo de su boca,
y sin importarle saber cómo moría,
cerró sus grandes ojos y se fue sin un lamento.
II
Reposé mi frente sobre mi rifle ya sin pólvora
y me puse a pensar, sin poder decidirme
a perseguir a la loba y sus hijos, a aquellos tres
que quisieron esperarlo; y creo que,
de no ser por sus dos lobeznos, la oscura y sombría viuda
no le hubiese permitido sufrir solo la gran prueba.
Pero su deber era salvarlos, a fin de
enseñarles a padecer el hambre,
a jamás hacer un pacto con las aldeas,
tal como lo hicieran el hombre y los animales serviles,
los cuales cazan delante de él -para tener donde dormir-
a los originales propietarios de los bosques y colinas.
¡Oh, a pesar del gran nombre de hombres,
siento vergüenza de nosotros, de lo débiles que somos!
¡Cómo se ha de abandonar la vida y todos sus males,
eso lo saben ustedes, sublimes animales!
Al ver lo que se ha sido sobre la tierra y lo que se ha dejado,
solo el silencio es grandioso, lo demás debilidad.
¡Ah, te entiendo bien salvaje nómade!
Tu última mirada penetró hasta mi corazón
diciendo: “Si puedes, haz que tu alma alcance,
a fuerza del estudio y la reflexión,
aquel alto grado de orgullo estoico
al que yo, nacido entre los bosques, llegué antes que otro.
Gemir, llorar e implorar son igualmente vanos,
dedícate con toda energía a tu larga y ardua tarea
dondequiera que el camino o el destino te llamen,
y luego, al igual que yo, sufre y muere sin hablar”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario