Versión Nahuel Lardies
La bahía
(En mi cumpleaños)
¡Qué transparente es el agua con la marea baja!
Blancas costillas de marga desgastada asoman y relucen;
los barcos están secos, y los pilotes secos como fósforos.
Más absorbente que absorbida, el agua
de la bahía no humedece nada,
tiene el color del fuego con la hornalla al mínimo.
Una la puede oler evaporarse; si fuese Baudelaire,
una podría escuchar cómo va transformándose en música de marimba.
La pequeña draga ocre en las obras del final del muelle
ya hace sonar los claves de manera perfecta en débiles acentos secos.
Los pájaros que sobrevuelan, inmensos. Me parece que
los pelícanos chocan de manera
innecesariamente abrupta contra este vapor tan peculiar,
como picas, saliendo a superficie
muy raras veces con algo que amerite la atención
y yéndose, con gracia, a los codazos.
Blancos y negros, pájaros guerreros planean
sobre corrientes impalpables
y abren sus colas en las curvas como tijeras
o las tensionan como espoletas hasta el temblor.
Botes desaliñados continúan entrando
con su aire servicial de perros de caza,
erizados con anzuelos y garfios
y una ornamentación de esponjas como pompones.
Hay un cerco de alambre a lo largo del muelle
donde, reluciendo como pequeñas rejas de arado,
las colas gris azul de tiburones cuelgan hasta secarse
para el negocio del Restaurant Chino.
Algunos de los blancos botecitos siguen amontonados
el uno contra el otro, o yacen de costado en cúmulos,
aún no rescatados (si es que alguien alguna vez lo hará) de la última tormenta,
como cartas rasgadas al abrirlas, que nunca respondimos.
La bahía está contaminada con antiguas correspondencias.
Click. Click. La draga sigue,
y saca una mandíbula llena de marga.
Toda la desprolija actividad continúa,
horrible pero alegre.
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