Flavio Crescenzi, Córdoba, 20 de julio 1973
Lecciones de urbanismo XIV
Todos pensamos un crimen perfecto, decisivo, como se piensa un poema o una sinfonía. Se trata de un crimen capaz de completarnos, de liberarnos, de hacernos más nosotros. Todos soñamos siempre un crimen, lo soñamos despiertos, lo perfeccionamos día a día, durante años, siglos, cerca o lejos de la víctima.
Y afilamos cuchillos, sacamos navajas o tijeras a la luz de la luna, imaginamos armas muy lustrosas que hermosean la muerte, un estampido de silencio o un lento filo de oro que navega las aguas de un cuerpo, hasta dar con su proa en el corazón del mártir elegido.
Todos tenemos un crimen escondido, nuestro viejo proyecto, un último gesto de odio acuñado con ternura, una suave decisión violenta, ese cuerpo que ya flota, como enorme magnolia, en el agua agazapada del estanque, y que teñirá todo de rojo, como lo hace el crepúsculo que hay en cada sacrificio.
Vivimos nuestro crimen, lo pensamos despacio, vamos cambiando de proyecto, o insistiendo en el mismo, ultimando detalles como un buen novelista. Crimen cuyo motivo, en puridad, ya hemos olvidado, porque el asunto es matar a alguien muy concreto, aunque no sepamos por qué. Y así, obsesiva y sagradamente, vamos depurando un cadáver viviente gracias a una serie de ultrajes inventados. No hay nada que vengar, el tiempo se encarga de hacer justicia a su manera, pero el muerto (nuestro muerto) tiene ya cara de víctima. Su existencia, su trato con nosotros, el espacio que ocupa en la noche o en el día, es una provocación, un signo, una tácita invitación al homicidio.
Todos tenemos una víctima. No sabríamos vivir sin ella. Y urdir ese crimen, pasar noches enteras blanqueando metales, aquellas dagas imposibles de la bellísima falta, todo eso es lo que nos va matando, eso es de lo que vamos muriendo. Moriremos finalmente de nuestro propio crimen, de aquel que jamás cometeremos.
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