José Coronel Urtecho, Nicaragua, 28 de febrero 1906 – Costa Rica, 19 de marzo 1994
Oda a Rubén Darío
“¿Ella? No la anuncian. No llega aún.”
Rubén Darío. Heraldos
I
(Acompañamiento de papel de lija)
Burlé tu león de cemento al cabo.
Tú sabes que mi llanto fue de lágrimas,
i no de perlas. Te amo.
Soy el asesino de tus retratos.
Por vez primera comimos naranjas.
Il n´y a pas de chocolat —dijo tu ángel de la guarda.
Ahora podías perfectamente
mostrarme tu vida por la ventana
como unos cuadros que nadie ha pintado.
Tu vestido de emperador, que cuelga
de la pared, bordado de palabras,
cuánto más pequeño que ese pajama
con que duermes ahora,
que eres tan sólo un alma.
Yo te besé las manos.
“Stella —tú hablabas contigo mismo—
llegó por fin después de la parada”,
i no recuerdo qué dijiste luego.
Sé que reímos de ello.
(Por fin te dije: “Maestro, quisiera
ver el fauno”.
Mas tú: “Vete a un convento”).
Hablamos de Zorrilla. Tu dijiste:
“Mi padre” i hablamos de los amigos.
“Et le reste est literature” de nuevo
tu ángel impertinente.
Tú te exaltaste mucho.
“Literatura todo —el resto es esto”.
Entonces comprendimos la tragedia.
Es como el agua cuando
inunda un campo, un pueblo
sin alboroto i se entra
por las puertas i llena los salones
de los palacios —en busca de un cauce,
del mar, nadie sabe.
Tú que dijiste tantas veces “Ecce
Homo” frente al espejo
i no sabías cuál de los dos era
el verdadero, si acaso era alguno.
(¿Te entraban deseos de hacer pedazos
el cristal?) Nada de esto
(mármol bajo el azul) en tus jardines
—donde antes de morir rezaste al cabo—
donde yo me paseo con mi novia
i soy irrespetuoso con los cisnes.
II
(Acompañamiento de tambores)
He tenido una reyerta
con el Ladrón de tus Corbatas
(yo mismo cuando iba a la escuela),
el cual me ha roto tus ritmos
a puñetazos en las orejas…
Libertador, te llamaría,
si esto no fuera una insolencia
contra tus manos provenzales
(i el Cancionero de Baena)
en el “Clavicordio de la Abuela”
—tus manos, que beso de nuevo,
Maestro.
En nuestra casa nos reuníamos
para verte partir en globo
i tú partías en una galera
—después descubrimos que la luna
era una bicicleta—
y regresabas a la gran fiesta
de la apertura de tu maleta.
La Abuela se enfurecía
de tus sinfonías parisienses,
i los chicuelos nos comíamos
tus peras de cera.
(Oh tus sabrosas frutas de cera)
Tú comprendes.
Tú que estuviste en el Louvre,
entre los mármoles de Grecia,
y ejecutaste una marcha
a la Victoria de Samotracia,
tú comprendes por qué te hablo
como una máquina fotográfica
en la plaza de la Independencia
de las Cosmópolis de América,
donde enseñaste a criar Centauros
a los ganaderos de las Pampas.
Porque, buscándome en vano
entre tus cortinajes de ensueño,
he terminado por llamarte
“Maestro, maestro”,
donde tu música suntuosa
es la armonía de tu silencio…
(¿Por qué has huído, maestro?)
(Hay unas gotas de sangre
en tus tapices).
Comprendo.
Perdón. Nada ha sido.
Vuelvo a la cuerda de mi contento.
¿Rubén? Sí. Rubén fue un mármol
griego. (¿No es esto?)
“All’s right with the world”, nos dijo
con su prosaísmo soberbio
nuestro querido sir Roberto
Browning. Y es cierto.
FINAL
(Con pito)
En fin, Rubén,
paisano inevitable, te saludo
con mi bombín,
que se comieron los ratones en
mil novecientos veinte i cin-
co. Amén.
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