domingo, 28 de octubre de 2018

Louise Glück -Epílogo

Louise Glück, Nueva York, 22 de abril 1943
Versión Sandra Toro


Epílogo

Leyendo lo que acabo de escribir, ahora creo
que paré de golpe, de modo que mi historia parece haberse
distorsionado un poco, al terminar como lo hace, no abruptamente
pero sí en una especie de niebla artificial como la que
rocían sobre los escenarios para un cambio de set difícil.

¿Por qué paré? Algún instinto
distinguió una forma, y la artista que hay en mí
intervino como para parar el tráfico?

Una forma. O destino, como dice el poeta,
vislumbrado hace mucho en esas pocas horas—

Alguna vez debí haber pensado así.
Y todavía me disgusta el término
que me parece una muleta, una fase,
la adolescencia de la mente, quizás—

Así y todo, era un término que con frecuencia
yo misma usaba para explicar mis fallas.
Destino, suerte, cuyos designios y avisos
ahora me parecen nada más
que simetrías locales, chucherías
metonímicas dentro de la gran confusión—

Caos fue lo que vi.
Mi pincel se heló --no pude pintarlo.

Oscuridad, silencio: ese era el sentimiento.

¿Y cómo lo llamamos?
Una “crisis de la visión”, que creí en correspondencia
con el árbol que enfrentaron mis padres,

pero mientras a ellos los empujaron
contra el obstáculo,
yo me replegué o huí.

La niebla cubrió el escenario (de mi vida).
Los personajes fueron y vinieron, cambiaron de vestuario,
mi mano del pincel se movió de un lado para el otro
lejos del lienzo,
de un lado para el otro, como un limpiaparabrisas.

Seguro esto era el desierto, la noche oscura.
(En realidad, una calle de Londres atestada,
con los turistas haciendo flamear sus mapas coloridos).

Uno dice una palabra: Yo
De ahí fluían
las grandes formas—

Respiré hondo. Y llegó a mí
la persona que dibujaba ese aliento
no era la persona de mi historia, su mano infantil
empuñaba decidida el crayon—

¿Era yo esa persona? Un chico pero también
un explorador para el que el camino de pronto es claro, para el que
la vegetación se abre—

Y de ahí en más, ya no explorada por la vista, esa soledad
exaltada que tal vez Kant experimentó
en su camino a los puentes—
(Compartimos un cumpleaños).

Afuera, a fines de enero, las calles de fiesta
estaban orladas con luces de navidad exánimes.
Una mujer se apoyó en el hombro de su amante
y cantó Jacques Brel con su soprano agudo—

¡Bravo! La puerta está cerrada.
Ahora no se escapa nada, nada entra—

Yo no me había movido. Sentí el desierto
que se extendía delante, estirándose (me parece ahora)
para todos lados, cambiando mientras hablo,

de manera que yo estaba constantemente
cara a cara con la blancura, esa
hija adoptiva de lo sublime
que, resulta,
fue a la vez mi sujeto y mi medio.

¿Qué hubiera dicho mi gemelo, mis pensamientos
lo habrían alcanzado?

Quizás hubiera dicho
que en mi caso no hubo ningún obstáculo (por amor al debate)
después de lo cual me hubiera
remitido a la religión, el cementerio donde
se responden las preguntas de la fe.

La niebla se había despejado. Los lienzos vacíos
se habían volteado hacia dentro de cara a la pared.

El gatito está muerto (así decía la canción)

¿Voy a resucitar de entre los muertos?, pregunta el espíritu.
El sol dice que sí.
Y el desierto responde:
Tu voz es arena dispersa en el viento.


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