Francisco Luis Bernárdez, Bs As, 5 de octubre 1900-Bs As, 24 de octubre 1978
El Ruiseñor
Todas las noches de aquel tiempo, la voz lejana y misteriosa me llamaba.
Cuando las cosas se dormían, el dulce canto en el silencio despertaba.
Para escuchar lo que decía, yo interrumpía mis deseos y mis páginas.
Y con las manos distraídas cerraba el libro y me apoyaba en la ventana.
La voz llegaba de tan lejos, que en vez de oírla parecía recordarla
Y era tan pura y tan hermosa, que percibirla parecía profanarla.
Pero aquel canto me atraía, y hubo una noche en que sentí que me arrastraba
Y que hacia el bosque en que vivía, con una fuerza irresistible me acercaba
A cada estrella de aquel cielo, la tierra fiel con una flor le contestaba
Mayo reinaba dulcemente, yo ya tenía corazón, y era en España.
Llegué a la orilla de aquel bosque cuando la noche era más bella y más profunda
Y con el alma en cada paso fui penetrando poco a poco en la espesura
Entre los pinos soñolientos el viento andaba como un niño entre columnas.
Y en voz más baja que un suspiro les preguntaba por el mar y por la lluvia.
Vagos rumores vegetales estremecían la quietud meditabunda.
Y delicados aleteos acariciaban el silencio con ternura.
Pero el silencio iba creciendo, pues esperaba el nacimiento de la música
Y cada vez era más débil aquel susurro de las hojas y las plumas.
Todas las cosas descansaban con esa calma que precede a la hermosura
Y de repente el bosque entero se conmovió con una voz como ninguna
Primero fue como una queja, como un sollozo de cristal, como un gemido
Luego un sonido entrecortado por el murmullo tembloroso de los pinos.
Más tarde un hilo melodioso, luego una pausa y un rumor, después un trino.
Y al fin el canto, el canto, el canto del ruiseñor en el silencio conmovido
Un canto limpio y armonioso, cuyo fervor era el del aire sensitivo.
Y cuyas notas inflamadas resplandecían como gotas de rocío
Más inventivo que el del fuego, su movimiento era el del alma y el del río
Se deslizaba por el tiempo, pero en la paz del corazón estaba fijo.
El canto ardía en el silencio con el misterio de un lucero lejanísimo.
Impenetrable y luminoso como un purísimo diamante, pero vivo.
Cerrada estaba todavía para mi frente silenciosa la Belleza
Y de repente, por el canto del ruiseñor, tuve noción de su grandeza.
El gran amor que lo encendía se desbordaba de su voz con inocencia.
Y algo del bien que yo ignoraba caía en gotas de emoción en mi conciencia
Entonces vi con toda el alma que aquella voz era un destello de la eterna.
Que la pasión que la inflamaba me daba el ser para que yo la comprendiera.
Que aquel amor era la fuente del manso río de mis ojos y mis venas.
Y la raíz que alimentaba la voz del mar y la canción de las estrellas.
Luego salí de mis sentidos y me encontré desamparado en las tinieblas.
Y sin más luz que la del canto me fui perdiendo en un olvido sin fronteras.
Y así, perdido para todos, hallé el sendero de mi vida en aquel canto.
Tuve conciencia de mi rumbo, supe la causa y el objeto de mis pasos.
Vi la razón de haber nacido, de amar la luz, de ser feliz, de haber llorado.
De haber estado pensativo, de ver, de oír, de comprender, de estar soñando.
Al despertar alcé los ojos; y no recuerdo si después junté las manos.
Sólo recuerdo que la dicha me hacía sitio con amor en su regazo.
El alba erraba por el bosque con un dulcísimo rumor de pies descalzos.
Y va se oía el de las cosas entre los trinos cada vez más espaciados
Luego cesó la melodía del ruiseñor y se apagó la de los astros.
Pero en mi frente silenciosa la voz divina ya se había despertado.
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