viernes, 22 de febrero de 2019

Gonzalo Barcos -Narciso y Su mundo

Gonzalo Barcos, Parque Patricios, 27 de agosto 1989


Narciso y Su mundo

Cuando Narciso descubre su imagen, ésta se impone sobre el mundo y lo cubre de espejos. Ahora no existen para él más que ojos; ojos encima de ojos; ojos adentro de ojos; ojos hechos de ojos. Siempre lo mismo, siempre los suyos.
No hay peor soledad que la de Narciso: atestiguarse para siempre, solo y a sí mismo.

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Si Narciso deseara ser otro, tan solo sería para admirarse desde una nueva perspectiva.

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Sus ojos se iluminan durante la inclinación eterna. Brota una lágrima y esta imagen se duplica en el agua: ambas existen, pero sólo la última se quiebra en círculos casi de inmediato.
Hay un efecto sombrío en su afán, hay un oscurecimiento de las cosas durante su conquista, pues expandir un reflejo sobre el mundo también significa verlo cesar en cada una de las superficies que lo componen.
 No hay brillo que dure para siempre, y lo saben sus ojos.

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¿Su odio más incontenible? La mirada del otro: los espejos eclipsados que se le niegan.

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¿Quién has sido, Narciso? Durante el reposo de tus taras, de tus sueños, de tus vicios. Todos esos años sin espectador, vagando entre los nardos y la savia, las montañas y los pinos.
¿A quién reflejaban tus ojos mientras deambulabas? Ingenuas las flores bajo tu mirada, que resbalaba entre los troncos y las zarzas, sin solaz y sin desquicio.
No obstante tu ignorancia, la naturaleza nunca te dejó de deparar ese suplicio que, oculto en las mareas, dibujado sobre los ríos, ya colmaba tu alma cuando ni siquiera lo habías conocido.
¡Que así sea, personaje trágico y patético! Que a tu visaje no falte mar, ni a tus ambiciones espejo. Pues sólo hay una imagen más triste que la de quien no se ha dejado de observar, y es sin dudas la de quien no ha tenido la oportunidad de hacerlo.

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Desesperado como Narciso sin reflejo.

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“El ojo es capaz de verlo todo, menos a sí mismo” Esta máxima funciona perfectamente a la inversa cuando se trata de este personaje.

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Quisiera acercarme a él, deshacer mis palmas sobre sus hombros marchitos, sugerir que mire las cosas desde una nueva perspectiva. Pero luego reflexiono brevemente y comprendo mi error, advierto que existen tantas perspectivas como individuos y que cada una de ellas corresponde a su dueño, a su origen. Mirar las cosas desde un nuevo ángulo es verlas como otro, y rehusar un reflejo por tan poco no sería digno de su nombre.
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¿Cuál es la mirada que vale, la de Narciso, o la de su testigo reflejado en el agua? Podría concebir el hecho de no ser, pero jamás el hecho de ser sin ser atestiguado. Podría dejar de ver, mas nunca dejar de ser visto. Él no se fascina por la belleza de su reflejo, sino por la fascinación que se proyecta en aquel lienzo acuático, componiendo un adorador variopinto de luces undosas y vivas. En efecto: Narciso no ama su imagen, sino al espectador inagotable que ha encontrado en ella.

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Un laberinto de espejos cóncavos: la pesadilla de sus sueños.

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Un Narciso ciego, físicamente ciego, no alejado de su destino sino ante la imposibilidad material de encontrarlo, hubiese convertido la odisea de Dante en un carrusel y en una parodia el destino de Edipo.

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¿Lo has visto? ¿Has observado a aquel que, opuesto a lo que suele ocurrir, convirtió a la naturaleza en su propio lienzo? Pues lo ha conseguido, y sus mares ha desbordado. Amándose hasta el extremo de lo insensato, procurándose una admiración que dejaría ahíta a las deidades, triunfó sobre el mundo dominando sus extremidades, imprimiéndole su fisionomía.

El agua, susceptible, fue la primera en servir a esa mirada penetrante que, adornando la marea con belleza semejante, no tardó en conquistar el cielo, reflejo gigantesco, oquedad infinita. Las montañas, amansadas por tamaño artificio, no cesaban de envidiar esa envoltura que, luminosa como la luz del sol entre las llanuras, resplandecía en todas las direcciones.

Los animales, las piedras; toda la fauna y toda la vegetación se unían al brillo de aquella manifestación, que se esparcía como una epidemia sublime. Así el universo conoció su unidad primordial que, representada por una belleza sin igual, daba que hablar entre los Dioses. Y fueron éstos los que, cansados de presumir, se dejaron seducir por el encanto del espíritu último, apuesto como ninguno, homenajeado por el eco de las cascadas, el brillo de las luciérnagas, el movimiento de los astros.

A esta altura incluso las estrellas portaban su rostro; los átomos se veían reflejados el uno en el otro y, en el medio de este alboroto, cada una de las cosas comenzó a proclamarse el primero de los Narcisos. Así comenzaron los conflictos en la naturaleza, que con el individuo alcanzó todo su potencial, no por su capacidad para razonar, sino por su vanidad a la hora de contemplarse.

La humanidad, multiplicación imperfecta e infinita, sigue buscando, a través de sus fragmentos, como domeñar las aguas, las montañas y los cielos. No obstante, aún no existe esplendor que iguale a ese brillo primordial, único por su belleza y por su singularidad, por el tamaño de sus conquistas… Pero mucho más por el de sus pasiones.

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Si Narciso continuó con su observación perenne en la Estigia, si su ocupación en el averno era la misma que su oficio en la tierra, entonces ambos lugares son el mismo. No hubo muerte, ni transición; no existe cambio alguno para quien ha nacido portando su propio infierno.

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Cabe sospechar que, más de una vez, invadido por la cólera y por la fatiga, Narciso haya extendido sus brazos sobre la superficie del río con el propósito alternativo de estrangular a su verdugo...
 No hay motivo para creer que haya existido alguien tan constante en lo que a las emociones respecta.

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Narciso no se movió de aquel lugar porque, una vez descubierta su belleza (conocimiento falseado por su propia voluntad atribuyendo de inmediato esta cualidad a otro, para poder así admirarla con más calma), no quiso permitir que nadie más la contemplase, pues no había conocido a nadie remotamente digno de hacerlo.
 Deseaba su reflejo tan solo para él, y su anhelo se perpetuó de esta manera.

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Si el famoso personaje hubiese podido besar y abrazar a su reflejo, como anhelaba; si, efectivamente, hubiese logrado convertirse en el “deseo” y en el “objeto deseado” al mismo tiempo, su condena y su sufrimiento hubiesen sido duplicados. La calamidad de no poder alcanzarse doblada y reflejada sobre sí misma.

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Hay quienes dicen que, durante una noche fría, mientras el impávido río contenía la mirada de Narciso, éste se puso de pie, horrorizado, con mucha dificultad a raíz de lo poco acostumbrados que estaban sus músculos al movimiento, y retrocedió hasta chocar contra un árbol. Era el primer objeto con el que tenía contacto en mucho tiempo.

Afirman que desesperó al sospechar, sin desearlo, que esos árboles, esos pájaros; todos aquellos objetos a los que tiempo atrás les había dedicado atención, no eran reales, no contaban con una existencia particular y propia. Había advertido, de súbito, que la superficie del árbol, de cualquier árbol, era una prolongación de su abdomen, una extensión de su mano; que el ojo del ave era su ojo, un poco más eficiente, un poco más tosco, pero, en fin, el suyo propio.

Las alas eran su deseo de volar y su imaginación del vuelo, las ondulaciones del río su anhelo de expandirse y de devorar los terrenos. ¡No había un sol! ¡No había un lago! ¡Ni siquiera había un cielo! Su cuerpo lo engañaba sin cesar, habiéndolo mantenido prisionero. El mundo consistía en una patraña y, por lo tanto, también el valor de ese reflejo.
Fue en ese momento cuando, con muchas complicaciones, se acercó al río nuevamente y, con una serie menor de inconvenientes, se resignó, sin suspirar, a reanudar su oficio.

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Narciso, luego de sus mejores años de fascinación, advierte aterrado que posee menos cualidades que reflejos, que su maravilloso esplendor reposa sobre una perspectiva y que si el mundo es, como piensa, un espejo esférico, nunca podrá limitarse a su sola imagen.

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¡Nuestro héroe lo hizo! ¡Alcanzó su reflejo! Y, una vez que lo tuvo en su poder, advirtió de inmediato el poco entusiasmo que en verdad merecía; que las cosas buenas no lo son más que a la distancia, que valen más doscientos años de expectativa que doscientas realizaciones inmediatas.
Ahora, contra los designios que la naturaleza le había deparado, permanece boca arriba, suspirando, tranquilo de ver el objeto de sus deseos reflejado a lo lejos, muy seguro de no volver a equivocarse.


































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