Traducción Amaya Lacasa y Rafael Ruiz de la Cuesta
La desaparecida
Por las noches, sobre los restaurantes
el aire caliente es salvaje y sordo
y el duende corruptor de primavera
gobierna sobre el grito del borracho.
A lo lejos, sobre el polvo de callejas,
sobre el tedio de las dachas suburbanas,
la cara azul apenas se distingue,
se oye el llanto de niño.
Y detrás de los pasos a nivel,
ladeando el sombrero de copa,
pasean cada noche entre las zanjas
los graciosos de turno, con las damas.
Sobre el lago los escálamos chirrían
y se escuchan chillidos de mujer,
y en el cielo, acostumbrado a todo,
hace una mueca sin sentido el disco.
Y cada noche suele reflejarse
en mi vaso un único amigo,
calmado y aturdido como yo
por el líquido acre y misterioso.
Cerca de mí, junto a las otras mesas,
aguardan camareros soñolientos;
los borrachos, con ojos de conejo,
«In vino veritas» vocean.
Cada noche, a la hora convenida
(¿o acaso estoy soñando?),
un núbil cuerpo en sedas apresado
se desliza en la ventana turbia.
Moviéndose despacio entre los ebrios,
sin compañía alguna, siempre sola,
respirando perfumes y neblinas
ella se sienta junto a la ventana.
Sus sedas rutilantes, tersas
traen el aroma de leyenda antigua,
y el sombrero de enlutadas plumas,
y la estrecha mano ensortijada.
Y encadenado por la extraña intimidad
yo miro más allá del velo oscuro,
y vislumbro la encantada orilla,
la encantada lejanía veo.
Me han confiado algún misterio oscuro,
me han entregado un sol que me es ajeno,
y todos los meandros de mi alma
están transidos por el vino acerbo.
Y veo en mi mente cómo oscilan
unas plumas de avestruz caídas,
y cómo florecen unos ojos
azules y sin fondo en la lejana orilla.
Yace en mi alma un tesoro enterrado
¡del que sólo yo tengo la llave!
¡Tenías tú razón, monstruo borracho!
Ahora ya lo sé: la verdad está en el vino.
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