Yannis Ritsos,
Grecia, 1 de mayo 1909 – Grecia, 11 de noviembre 1990
Versión Selma Ancira
Sonata del Claro de
Luna
(Noche de primavera. Salón grande de una vieja
casa. Una mujer algo mayor vestida de negro, habla con un joven. No han
encendido las luces. Por las dos ventanas entra una implacable luz de luna.
Olvidaba decir que la
mujer de negro ha publicado dos o tres interesantes poemarios de tema
religioso. Finalmente, la mujer de negro habla al joven.)
Déjame ir contigo.
¡Qué luna esta noche!
Es buena la luna; no
se notará
que mi pelo blanquea.
La luna
lo hará otra vez
dorado. Tú no lo entenderías.
Déjame ir contigo.
Cuando hay luna crecen
las sombras en la casa,
manos invisibles
corren las cortinas,
y un dedo tenue
escribe en el polvo del piano
palabras olvidadas
-No quiero oírlas. Calla.
Déjame ir contigo
sólo un poco, hasta
la tapia de la fábrica de ladrillos,
hasta donde la calle
gira y aparece
la ciudad cimentada y
aérea, encalada en luz de luna,
tan indiferente e
inmaterial,
tan positiva que al
final, metafísicamente,
podrías creer que
existes y que no existes,
que nunca has
existido, y que no existe el tiempo ni su deterioro.
Déjame ir contigo.
Nos sentaremos un
poco al borde del camino, en la subida
y cuando se levante
el aire de primavera,
hasta podríamos
imaginar que volamos,
porque muchas veces,
incluso ahora, oigo el roce de mi vestido
como si fuera el
batir de dos alas poderosas
y, cuando ese sonido
te envuelve,
sientes la presión en
el cuello, en el pecho, en los músculos,
y así, ceñido por el
impulso del viento azul,
entre los vigorosos
nervios de las alturas,
ya no tiene
importancia si vas o si vuelves,
ni siquiera importa
si el pelo se me va poniendo blanco;
esa no es mi pena –lo
que me entristece es no tener blanco el corazón.
Déjame ir contigo.
Sé que todos
caminamos solos en el amor,
solos, en la gloria y
en la muerte.
Lo sé. Lo he
comprobado. No sirve de nada.
Déjame ir contigo.
Esta casa está
embrujada, me espanta –
quiero decir que ha
envejecido mucho, se le caen los clavos,
los cuadros caídos se
sumergen en el vacío,
y el yeso se desploma
sin ruido,
como cae el sobrero
de los muertos
de la percha en el
oscuro pasillo,
como cae el gastado
guante de lana de las rodillas del silencio
o como cae una cinta
de luna sobre este viejo sillón desvencijado.
Una vez también fue
nuevo, –no la fotografía que estás mirando con tanta incredulidad–
lo digo por el
sillón, tan cómodo
podrías sentarte en
él horas y horas
con los ojos
cerrados, y soñar, lo que surja,
–una arena suave,
húmeda y resplandeciente, brillando a la luna,
más reluciente que
mis viejos zapatos elegantes, que cada mes
llevo a la tienda de
la esquina,
para que me los
limpien,
o como una vela de
barco pesquero que desaparece a lo lejos
impulsado por su
propio respiración,
una vela triangular,
como un pañuelo doblado en dos
como si no tuviera
nada que guardar,
o retener, o
despedirse, saludando desplegado. Siempre
tuve locura por los
pañuelos,
no para guardar nada
atado,
nada de semillas de
flores, o manzanilla recogida en el campo
al atardecer,
ni para hacerles
cuatro nudos y llevarlos como hacen
los albañiles que
trabajan ahí enfrente,
ni para limpiarme los
ojos, -siempre tuve buena vista,
nunca he llevado
gafas. Los pañuelos son sólo un capricho.
Ahora los doblo en
cuatro, en ocho, en dieciséis,
para tener los dedos
ocupados, y, ahora recuerdo
que así medía la música
cuando iba al Conservatorio
con el delantal azul,
el cuello blanco y mis trenzas rubias
-8, 16, 32, 64-
de la mano de mi
amiguita como un melocotón,
todo luz y flores
rosas,
(perdona que hable
tanto –mala costumbre) -32.64-
Mi familia puso
grandes esperanzas en
mi talento musical.
En fin, te decía que
en el sillón-
roto- se podían ver
los muelles oxidados y el esparto-
siempre decía que lo
iba a llevar a arreglar aquí al lado,
pero con qué tiempo,
qué dinero y qué ganas –y ¿qué arreglar primero?
También dije que le
pondría una sábana por encima, pero me dio miedo
una sábana blanca con
esta luz de luna. Aquí se sentaron
personas que soñaron
grandes sueños
como tú y como yo
después de todo,
y ahora descansan
bajo tierra
sin preocuparse por
la lluvia o la luna.
Déjame ir contigo.
Descansaremos un
poquito en la escalera de mármol de San Nicolás,
y luego tú seguirás y
yo volveré
llevando en mi
costado izquierdo el calor
del roce casual de tu
chaqueta
e incluso las luces
cuadradas de las ventanas del barrio
y este rocío
blanquísimo de la luna,
que es como una gran
procesión de cisnes plateados -
y no me asusta esta
expresión porque yo,
muchas noches de
primavera hablaba con Dios, que se me aparecía
revestido de un halo
de gloria
como la luz de la luna
ardía en los ávidos
ojos de los hombres,
y el indeciso éxtasis
de los más jóvenes.
Asediada por
exuberantes cuerpos bronceados,
poderosos brazos y
piernas entrenados en natación, remo, atletismo,
fútbol (hacía como si
no los viera)
frentes, labios y
cuellos, rodillas, dedos y ojos,
troncos, bíceps y
muslos (y de verdad no los veía)
-sabes, a veces,
admirando, te olvidas de lo que admiras
te basta con tu
admiración,-
Dios mío, qué ojos
todo estrellas; me elevaba
en una apoteosis de
negación de estrellas
porque así asediada,
por fuera y por dentro,
no me quedaba sino ir
hacia arriba o hacia abajo.-
No, no es suficiente.
Déjame ir contigo.
Lo sé, han pasado las
horas. Déjame,
porque tantos años,
días y noches y rojos atardeceres, he permanecido sola
intransigente, sola y
virginal
incluso en mi cama de
matrimonio, virginal y sola
escribiendo gloriosos
poemas en las rodillas de Dios,
poemas que, te lo
aseguro, persistirán como grabados en mármol irreprochable
hasta más allá de mi
vida, y de tu vida, mucho más. No es suficiente.
Déjame ir contigo.
Esta casa ya no me
soporta.
y yo no aguanto
llevarla a la espalda.
Hay que estar siempre
pendiente,
sostener la pared con
el aparador grande,
sostener el aparador
con la antiquísima mesa tallada,
sostener la mesa con
las sillas,
sostener las sillas
con las manos,
poner el hombro bajo
la viga que se está desprendiendo.
Y el piano, como un
negro féretro cerrado. No te atreves a abrirlo
Siempre esperas,
esperas, que no caiga nada, que no te caigas tú. No lo soporto.
Déjame ir contigo
Esta casa, con todos
sus muertos, no se deja morir.
Insiste en vivir con
sus muertos,
de sus muertos,
en vivir la certeza
de su muerte,
y en seguir ordenando
sus muertos cuidadosamente en desvencijadas camas y armarios.
Déjame ir contigo.
Aquí, no importa que
me mueva silenciosamente en el halo de la noche,
ya sea en zapatillas,
o descalza,
algo va a chirriar,
-un cristal que se rompe, o algún espejo,
se oyen pasos –no son
los míos.
Fuera, en la calle,
puede que no se oigan estos pasos –
el arrepentimiento,
dicen, lleva zapatos de madera.
Y si te pones a mirar
en este o en otro espejo,
detrás del polvo y
las grietas
ves más confusa y
fragmentada tu cara,
tu cara, para la que
no pedías más a la vida
sino que fuera limpia
e íntegra.
Los labios de la copa
brillan a la luz de la luna
como una navaja
circular –¿cómo acercarla a mis labios?
por mucha sed que
tenga, ¿cómo acercarla? ¿Ves?
Aún me quedan ganas
de hacer comparaciones, esto es lo que me queda,
lo que me asegura que
aún no me he ido.
Déjame ir contigo.
A veces, cuando
anochece, tengo la sensación
de que frente a la
ventana pasa un domador
con una osa vieja y
pesada
con el pelo lleno de
espinas y cardos
levantando polvo en
las calles del barrio,
una solitaria nube de
polvo, incienso para el anochecer.
Y los niños han
vuelto a casa para cenar
y ya no les dejan
salir,
aunque al otro lado
de las paredes
adivinan el paso de la vieja osa-
y la osa, cansada,
camina en la sabiduría de su soledad,
no sabiendo a dónde
ni por qué-
está pesada, ya no
puede bailar sobre sus pies
no puede llevar su
gorrito de encaje
para divertir a los niños, a los vagos, a los exigentes
y lo único que quiere
es tumbarse en el suelo,
dejando que le pisen
el vientre, jugando así su última juego,
mostrando su tremenda
fuerza para la resignación
su desobediencia a
los intereses de los demás,
a los aros en sus
labios, a la falta de sus dientes
su desobediencia al
dolor y a la vida,
con la segura
complicidad de la muerte –incluso de una muerte lenta
su final
desobediencia a la muerte, con la continuidad y el conocimiento de la vida,
que asciende con el
conocimiento y la práctica, por encima de su esclavitud.
Pero ¿quién puede
jugar hasta el final?
La osa volverá a
levantarse y seguirá obediente con su correa, sus aros, sus dientes,
sonriendo con sus
labios heridos a las moneditas
que le echan los
hermosos y confiados niños
(hermosos
precisamente porque son confiados)
y dándoles las
gracias. Porque las osas que envejecen
lo único que saben
decir es: gracias, gracias.
Déjame ir contigo.
Esta casa me ahoga.
Sí; la cocina
es como el fondo del
mar. Las cacerolas colgadas brillan
como redondos y
grandes ojos de increíbles peces,
los platos se mueven
lentamente como las medusas,
algas y ostras se
enredan en mi pelo
–no puedo
despegármelas después,
no puedo ascender
otra vez a la superficie –
el plato se cae de
mis manos mudas, me hundo
y veo las burbujas de
mi respiración que ascienden, ascienden
e intento
entretenerme mirándolas
y me pregunto qué diría
alguien que las viera aparecer arriba, que viera las burbujas,
quizás que alguien se
está ahogando o que un buceador está explorando los fondos del mar.
Y, la verdad, no son
pocas las veces en que descubro allí,
en el abismo del
ahogo,
corales, perlas y
tesoros de barcos naufragados,
encuentros
inesperados; el pasado, el presente y el futuro,
casi compruebo la
eternidad,
un respiro, una
sonrisa de inmortalidad, como dicen,
cierta felicidad,
embriaguez, hasta entusiasmo,
Corales, perlas y
zafiros
sólo que no sé darlos
–no; los doy,
pero no sé si pueden tomarlos
–aún así, yo los doy.
Déjame ir contigo.
Un momento, tomaré la
chaqueta.
Este tiempo es
tan imprevisible, que hay que desconfiar.
Hay humedad por la
noche, y la luna,
¿no te parece?, en
realidad, es como si aumentara el frío.
Deja que te abroche
la camisa –qué fuerte tu pecho,
qué fuerte esta luna,
el sillón, digo
-y cuando levanto la
taza de la mesa
queda un agujero de
silencio, pongo encima la palma de la mano rápidamente
para no mirar dentro,
-dejo otra vez la taza en su sitio
y la luna es un
agujero en el cráneo del mundo -no mires dentro,
es una fuerza
magnética que te atrae –no mires, no miren,
oigan lo que les digo
–caerán dentro. Este vértigo
bello, etéreo
–caerás,-
un pozo de mármol la
luna,
sombras que se mueven
y alas mudas, voces misteriosas, ¿no las oís?
Profunda, profunda la
caída
profundo, profundo el
ascenso,
la sutil estatua
entre sus alas abiertas,
profunda, profunda la
despiadada bondad del silencio,-
parpadean luces en la
otra orilla,
Mientras te balanceas
en tu propia ola,
soplo del océano.
Bello y tenue
este vértigo
–atención, ¡te vas a caer! No me mires a mí,
para mí este es mi
sitio: el balanceo, el exquisito vértigo.
Así, cada noche
tengo un poco de
dolor de cabeza, algún mareo.
A menudo voy a la
farmacia de enfrente por alguna aspirina
otras veces me da
pereza y me quedo con mi dolor de cabeza
oyendo entre el hueco
las paredes el ruido
que hacen las
tuberías del agua,
o hago un café, y,
siempre distraída,
preparo dos tazas
–¿quién se tomará la otra?
tiene su gracia, la
verdad, la dejo en el alféizar para que se enfríe
o a veces me tomo
también la segunda, mirando
por la ventana la luz
verde de la farmacia
como la luz verde de
un silencioso tren que viene para llevarme
con mis pañuelos, mis
zapatos gastados,
mi bolso negro, mis
poemas,
sin maletas –¿para
qué las necesitas?
Déjame ir contigo.
Ah, ¿te vas? Buenas
noches. No, yo no voy. Buenas noches.
Yo saldré pronto.
Gracias. Porque finalmente,
tengo que salir de
esta casa destruida.
Tengo que ver la
ciudad un ratito, -no, la luna no -
la ciudad con sus
manos llenas de callos, la ciudad asalariada,
la ciudad que jura
por su pan y por sus puños
la ciudad que nos
soporta a todos sobre sus espaldas
con nuestras
pequeñeces, nuestras maldades, nuestras enemistades,
nuestras ambiciones,
nuestra ignorancia, y nuestra vejez.
Tengo que oír los
grandes pasos de la ciudad,
y no oír más los
tuyos,
ni los pasos de Dios,
ni mis propios pasos. Buenas noches.
(El salón se queda a
oscuras. Parece que alguna nube va a ocultar la luna. De pronto, como si una
mano hubiera subido el volumen de la radio del bar del barrio, se oye una
fragmento de música muy conocido. Y entonces comprendo que toda esta escena la
acompañaba muy lejanamente la Sonata del Claro de Luna; sólo el primer
movimiento. El joven estará bajando por la calle, con una sonrisa llena de
ironía compasiva en sus dibujados labios, y con un sentimiento de liberación.
Cuando llegue a San Nicolás, antes de bajar por la escalera de mármol, reirá
–con risa fuerte e imparable. Su risa no sonará inadecuada bajo la luna. Quizás
lo único inadecuado sea que no suene inadecuada. En un instante, el joven
callará, se pondrá serio y dirá: “La decadencia de una época”. Así, ya
completamente tranquilo, desabrochará su camisa y seguirá su camino. En cuanto
a la mujer vestida de negro, no sé si al final salió de la casa. La luz de la
luna brilla otra vez. Y en los rincones de la habitación las sombras se ahogan
en un insoportable y desgarrador arrepentimiento, casi indignación, no tanto
por la vida, sino por esa inútil confesión. ¿Oís? La radio sigue).