lunes, 20 de octubre de 2014

Yannis Ritsos -Sonata del Claro de Luna


Yannis Ritsos, Grecia, 1 de mayo 1909 – Grecia, 11 de noviembre 1990
Versión Selma Ancira

Sonata del Claro de Luna

(Noche de primavera. Salón grande de una vieja casa. Una mujer algo mayor vestida de negro, habla con un joven. No han encendido las luces. Por las dos ventanas entra una implacable luz de luna.
Olvidaba decir que la mujer de negro ha publicado dos o tres interesantes poemarios de tema religioso. Finalmente, la mujer de negro habla al joven.)

Déjame ir contigo. ¡Qué luna esta noche!
Es buena la luna; no se notará
que mi pelo blanquea. La luna
lo hará otra vez dorado. Tú no lo entenderías.
Déjame ir contigo.

Cuando hay luna crecen las sombras en la casa,
manos invisibles corren las cortinas,
y un dedo tenue escribe en el polvo del piano
palabras olvidadas -No quiero oírlas. Calla.

Déjame ir contigo
sólo un poco, hasta la tapia de la fábrica de ladrillos,
hasta donde la calle gira y aparece
la ciudad cimentada y aérea, encalada en luz de luna,
tan indiferente e inmaterial,
tan positiva que al final, metafísicamente,
podrías creer que existes y que no existes,
que nunca has existido, y que no existe el tiempo ni su deterioro.
Déjame ir contigo.

Nos sentaremos un poco al borde del camino, en la subida
y cuando se levante el aire de primavera,
hasta podríamos imaginar que volamos,
porque muchas veces, incluso ahora, oigo el roce de mi vestido
como si fuera el batir de dos alas poderosas
y, cuando ese sonido te envuelve,
sientes la presión en el cuello, en el pecho, en los músculos,
y así, ceñido por el impulso del viento azul,
entre los vigorosos nervios de las alturas,
ya no tiene importancia si vas o si vuelves,
ni siquiera importa si el pelo se me va poniendo blanco;
esa no es mi pena –lo que me entristece es no tener blanco el corazón.
Déjame ir contigo.

Sé que todos caminamos solos en el amor,
solos, en la gloria y en la muerte.
Lo sé. Lo he comprobado. No sirve de nada.
Déjame ir contigo.

Esta casa está embrujada, me espanta –
quiero decir que ha envejecido mucho, se le caen los clavos,
los cuadros caídos se sumergen en el vacío,
y el yeso se desploma sin ruido,
como cae el sobrero de los muertos
de la percha en el oscuro pasillo,
como cae el gastado guante de lana de las rodillas del silencio
o como cae una cinta de luna sobre este viejo sillón desvencijado.

Una vez también fue nuevo, –no la fotografía que estás mirando con tanta incredulidad–
lo digo por el sillón, tan cómodo
podrías sentarte en él horas y horas
con los ojos cerrados, y soñar, lo que surja,
–una arena suave, húmeda y resplandeciente, brillando a la luna,
más reluciente que mis viejos zapatos elegantes, que cada mes
llevo a la tienda de la esquina,
para que me los limpien,
o como una vela de barco pesquero que desaparece a lo lejos
impulsado por su propio respiración,
una vela triangular, como un pañuelo doblado en dos
como si no tuviera nada que guardar,
o retener, o despedirse, saludando desplegado. Siempre
tuve locura por los pañuelos,
no para guardar nada atado,
nada de semillas de flores, o manzanilla recogida en el campo
al atardecer,
ni para hacerles cuatro nudos y llevarlos como hacen
los albañiles que trabajan ahí enfrente,
ni para limpiarme los ojos, -siempre tuve buena vista,
nunca he llevado gafas. Los pañuelos son sólo un capricho.

Ahora los doblo en cuatro, en ocho, en dieciséis,
para tener los dedos ocupados, y, ahora recuerdo
que así medía la música cuando iba al Conservatorio
con el delantal azul, el cuello blanco y mis trenzas rubias
-8, 16, 32, 64-
de la mano de mi amiguita como un melocotón,
todo luz y flores rosas,
(perdona que hable tanto –mala costumbre) -32.64-
Mi familia puso
grandes esperanzas en mi talento musical.
En fin, te decía que en el sillón-
roto- se podían ver los muelles oxidados y el esparto-
siempre decía que lo iba a llevar a arreglar aquí al lado,
pero con qué tiempo, qué dinero y qué ganas –y ¿qué arreglar primero?
También dije que le pondría una sábana por encima, pero me dio miedo
una sábana blanca con esta luz de luna. Aquí se sentaron
personas que soñaron grandes sueños
como tú y como yo después de todo,
y ahora descansan bajo tierra
sin preocuparse por la lluvia o la luna.
Déjame ir contigo.

Descansaremos un poquito en la escalera de mármol de San Nicolás,
y luego tú seguirás y yo volveré
llevando en mi costado izquierdo el calor
del roce casual de tu chaqueta
e incluso las luces cuadradas de las ventanas del barrio
y este rocío blanquísimo de la luna,
que es como una gran procesión de cisnes plateados -
y no me asusta esta expresión porque yo,
muchas noches de primavera hablaba con Dios, que se me aparecía
revestido de un halo de gloria
como la luz de la luna
ardía en los ávidos ojos de los hombres,
y el indeciso éxtasis de los más jóvenes.
Asediada por exuberantes cuerpos bronceados,
poderosos brazos y piernas entrenados en natación, remo, atletismo,
fútbol (hacía como si no los viera)
frentes, labios y cuellos, rodillas, dedos y ojos,
troncos, bíceps y muslos (y de verdad no los veía)
-sabes, a veces, admirando, te olvidas de lo que admiras
te basta con tu admiración,-
Dios mío, qué ojos todo estrellas; me elevaba
en una apoteosis de negación de estrellas
porque así asediada, por fuera y por dentro,
no me quedaba sino ir hacia arriba o hacia abajo.-
No, no es suficiente.
Déjame ir contigo.

Lo sé, han pasado las horas. Déjame,
porque tantos años, días y noches y rojos atardeceres, he permanecido sola
intransigente, sola y virginal
incluso en mi cama de matrimonio, virginal y sola
escribiendo gloriosos poemas en las rodillas de Dios,
poemas que, te lo aseguro, persistirán como grabados en mármol irreprochable
hasta más allá de mi vida, y de tu vida, mucho más. No es suficiente.
Déjame ir contigo.

Esta casa ya no me soporta.
y yo no aguanto llevarla a la espalda.
Hay que estar siempre pendiente,
sostener la pared con el aparador grande,
sostener el aparador con la antiquísima mesa tallada,
sostener la mesa con las sillas,
sostener las sillas con las manos,
poner el hombro bajo la viga que se está desprendiendo.
Y el piano, como un negro féretro cerrado. No te atreves a abrirlo
Siempre esperas, esperas, que no caiga nada, que no te caigas tú. No lo soporto.
Déjame ir contigo

Esta casa, con todos sus muertos, no se deja morir.
Insiste en vivir con sus muertos,
de sus muertos,
en vivir la certeza de su muerte,
y en seguir ordenando sus muertos cuidadosamente en desvencijadas camas y armarios.

Déjame ir contigo.

Aquí, no importa que me mueva silenciosamente en el halo de la noche,
ya sea en zapatillas, o descalza,
algo va a chirriar, -un cristal que se rompe, o algún espejo,
se oyen pasos –no son los míos.
Fuera, en la calle, puede que no se oigan estos pasos –
el arrepentimiento, dicen, lleva zapatos de madera.
Y si te pones a mirar en este o en otro espejo,
detrás del polvo y las grietas
ves más confusa y fragmentada tu cara,
tu cara, para la que no pedías más a la vida
sino que fuera limpia e íntegra.
Los labios de la copa brillan a la luz de la luna
como una navaja circular –¿cómo acercarla a mis labios?
por mucha sed que tenga, ¿cómo acercarla? ¿Ves?
Aún me quedan ganas de hacer comparaciones, esto es lo que me queda,
lo que me asegura que aún no me he ido.
Déjame ir contigo.

A veces, cuando anochece, tengo la sensación
de que frente a la ventana pasa un domador
con una osa vieja y pesada
con el pelo lleno de espinas y cardos
levantando polvo en las calles del barrio,
una solitaria nube de polvo, incienso para el anochecer.
Y los niños han vuelto a casa para cenar
y ya no les dejan salir,
aunque al otro lado de las paredes
adivinan  el paso de la vieja osa-
y la osa, cansada, camina en la sabiduría de su soledad,
no sabiendo a dónde ni por qué-
está pesada, ya no puede bailar sobre sus pies
no puede llevar su gorrito de encaje
para divertir  a los niños, a los vagos, a los exigentes
y lo único que quiere es tumbarse en el suelo,
dejando que le pisen el vientre, jugando así su última juego,
mostrando su tremenda fuerza para la resignación
su desobediencia a los intereses de los demás,
a los aros en sus labios, a la falta de sus dientes
su desobediencia al dolor y a la vida,
con la segura complicidad de la muerte –incluso de una muerte lenta
su final desobediencia a la muerte, con la continuidad y el conocimiento de la vida,
que asciende con el conocimiento y la práctica, por encima de su esclavitud.

Pero ¿quién puede jugar hasta el final?
La osa volverá a levantarse y seguirá obediente con su correa, sus aros, sus dientes,
sonriendo con sus labios heridos a las moneditas
que le echan los hermosos y confiados niños
(hermosos precisamente porque son confiados)
y dándoles las gracias. Porque las osas que envejecen
lo único que saben decir es: gracias, gracias.
Déjame ir contigo.

Esta casa me ahoga. Sí; la cocina
es como el fondo del mar. Las cacerolas colgadas brillan
como redondos y grandes ojos de increíbles peces,
los platos se mueven lentamente como las medusas,
algas y ostras se enredan en mi pelo
–no puedo despegármelas después,
no puedo ascender otra vez a la superficie –
el plato se cae de mis manos mudas, me hundo
y veo las burbujas de mi respiración que ascienden, ascienden
e intento entretenerme mirándolas
y me pregunto qué diría alguien que las viera aparecer arriba, que viera las burbujas,
quizás que alguien se está ahogando o que un buceador está explorando los fondos del mar.

Y, la verdad, no son pocas las veces en que descubro allí,
en el abismo del ahogo,
corales, perlas y tesoros de barcos naufragados,
encuentros inesperados; el pasado, el presente y el futuro,
casi compruebo la eternidad,
un respiro, una sonrisa de inmortalidad, como dicen,
cierta felicidad, embriaguez, hasta entusiasmo,
Corales, perlas y zafiros
sólo que no sé darlos –no; los doy,
pero no sé si pueden tomarlos –aún así, yo los doy.
Déjame ir contigo.

Un momento, tomaré la chaqueta.
Este tiempo es tan  imprevisible, que  hay que desconfiar.
Hay humedad por la noche, y la luna,
¿no te parece?, en realidad, es como si aumentara el frío.

Deja que te abroche la camisa –qué fuerte tu pecho,
qué fuerte esta luna, el sillón, digo
-y cuando levanto la taza de la mesa
queda un agujero de silencio, pongo encima la palma de la mano rápidamente
para no mirar dentro, -dejo otra vez la taza en su sitio
y la luna es un agujero en el cráneo del mundo -no mires dentro,
es una fuerza magnética que te atrae –no mires, no miren,
oigan lo que les digo –caerán dentro. Este vértigo
bello, etéreo –caerás,-
un pozo de mármol la luna,
sombras que se mueven y alas mudas, voces misteriosas, ¿no las oís?

Profunda, profunda la caída
profundo, profundo el ascenso,
la sutil estatua entre sus alas abiertas,
profunda, profunda la despiadada bondad del silencio,-
parpadean luces en la otra orilla,
Mientras te balanceas en tu propia ola,
soplo del océano. Bello y tenue
este vértigo –atención, ¡te vas a caer! No me mires a mí,
para mí este es mi sitio: el balanceo, el exquisito vértigo.
Así, cada noche
tengo un poco de dolor de cabeza, algún mareo.

A menudo voy a la farmacia de enfrente por alguna aspirina
otras veces me da pereza y me quedo con mi dolor de cabeza
oyendo entre el hueco las paredes el ruido
que hacen las tuberías del agua,
o hago un café, y, siempre distraída,
preparo dos tazas –¿quién se tomará la otra?
tiene su gracia, la verdad, la dejo en el alféizar para que se enfríe
o a veces me tomo también la segunda, mirando
por la ventana la luz verde de la farmacia
como la luz verde de un silencioso tren que viene para llevarme
con mis pañuelos, mis zapatos gastados,
mi bolso negro, mis poemas,
sin maletas –¿para qué las necesitas?
Déjame ir contigo.

Ah, ¿te vas? Buenas noches. No, yo no voy. Buenas noches.
Yo saldré pronto. Gracias. Porque finalmente,
tengo que salir de esta casa destruida.
Tengo que ver la ciudad un ratito, -no, la luna no -
la ciudad con sus manos llenas de callos, la ciudad asalariada,
la ciudad que jura por su pan y por sus puños
la ciudad que nos soporta a todos sobre sus espaldas
con nuestras pequeñeces, nuestras maldades, nuestras enemistades,
nuestras ambiciones, nuestra ignorancia, y nuestra vejez.
Tengo que oír los grandes pasos de la ciudad,
y no oír más los tuyos,
ni los pasos de Dios, ni mis propios pasos. Buenas noches.


(El salón se queda a oscuras. Parece que alguna nube va a ocultar la luna. De pronto, como si una mano hubiera subido el volumen de la radio del bar del barrio, se oye una fragmento de música muy conocido. Y entonces comprendo que toda esta escena la acompañaba muy lejanamente la Sonata del Claro de Luna; sólo el primer movimiento. El joven estará bajando por la calle, con una sonrisa llena de ironía compasiva en sus dibujados labios, y con un sentimiento de liberación. Cuando llegue a San Nicolás, antes de bajar por la escalera de mármol, reirá –con risa fuerte e imparable. Su risa no sonará inadecuada bajo la luna. Quizás lo único inadecuado sea que no suene inadecuada. En un instante, el joven callará, se pondrá serio y dirá: “La decadencia de una época”. Así, ya completamente tranquilo, desabrochará su camisa y seguirá su camino. En cuanto a la mujer vestida de negro, no sé si al final salió de la casa. La luz de la luna brilla otra vez. Y en los rincones de la habitación las sombras se ahogan en un insoportable y desgarrador arrepentimiento, casi indignación, no tanto por la vida, sino por esa inútil confesión. ¿Oís? La radio sigue).


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