Amelia Rosselli, París, 28 de marzo 1930 - Roma, 11 de febrero 1996
Traducción Guillermo Piro
La libélula
La santidad de los santos padres era un producto tan
cambiante que decidí alejar cualquier duda
de mi cabeza lamentablemente demasiado clara y dar
el salto para un adiós más difícil. Y fue entonces
que la santa sede se afanó por saltar
los fosos, no sé cómo, pero quedé alucinada.
Entonces los míseros restos de nuestros muertos
quedaron resonando violenta,completamente,
oh yo canto por las calles pero sólo el santo padre
sabe dónde irá a terminar todo. Y tú llevarás
de rodillas tus santos asuntos al confesor
y él te dará esa bendita bendición
que yo quisiera ver hecha de pan y aceite. Entonces
como decíamos yo estaba tirada en la hierba pútrida
y las canciones de amor sobrevolaban mi cabeza
enferma de amor, y rumiaba tempestades y
plegarias y todas las luces del santo padre estaban
encendidas. De hecho la santa sede también rumiaba
canciones pueriles y todos los automóviles de los más
ricos artistas eran acogidos tras sus muros;
oh desdén, ni siquiera la cauta pesquisa hace que
podamos ocultar nuestros defectos más terrenales,
como por ejemplo el desvariar en gastados
versos, o llorar en los muros torcidos de nuestras
ambiciones: colores olorosos, de cera, recortados
en el oloroso establo de los entendedores. Pero no tengo
ningún odio calentándose en mi cocina sólo
la cansada bestia oculta. Y si el mar que
fue aquella lejana bestia oculta me preguntase
qué hace ese gran anhelo, le respondería
déjame tranquila, no aguanto más
tus dilaciones. Pero él sabe mejor que yo cuáles
son las virtudes del hombre. Yo le digo que es más
feliz la tarántula en su jardín privado,
él responde pero tú no sabes aferrar. Las riendas
se me escapan si no me atengo al poder de la
racionalidad yo lo sé tú lo sabes lo saben algunos pero
igualmente las queridas cortinas de los descontentos a veces
también perforan mis sueños. Y tú lo sabes. Y yo
lo sé pero la vanguardia todavía anda a caballito en
mis hombros y ríe y escupe como una vieja
bruja, y ni siquiera yo sé dónde debo
tomar el tranvía para enriquecer tus sueños,
y mis estrellas. Pero ya ves yo también he perdido
las agraciadas resplandecientes capacidades de
quien sabe no darle importancia a esos asuntos.
Debo comer. Tú debes correr.
Yo debo levantar. Tú debes correr con la cola colgando.
Yo me levanto, tú estiras los brazos en un largo
y penoso adiós, con la sonrisa desganada y dura en
tu boca no demasiado admirable. ¿Y qué es esa
luz de verdad cuando ironizas? Nada más
que la pobre garantía que tendrías de mi corazón lacerado.
Nunca sabré mirarte a la cara; lo que
quería decir se fue por la ventana,
lo que tú eras era otro batallón con el que
no sé guerrear; entonces ¿qué nueva libertad
buscas entre cansadas palabras? No la suave ternura
de quien está en casa bien resguardado por los altos
muros y piensa en sí mismo. No el cansado descuido
del gigante que sabe que no puede rimar salvo dentro
del círculo cerrado de sus desolados conocidos;
la luz es un premio de Dios, y él prefirió venderla
antes que verla ensuciada por tus descuidadas manos.
No sé lo que digo, tú no sabes lo que buscas, yo
no sé buscarte. En medio de una luz que es
clara y de otra que es la maldad en persona
busco un estribillo. En medio de un grácil camino
hecho de pequeñas hierbas recreadas y perdidas en la
sucia tierra, yo busco, y tú te mueres en
un árbol infructuoso, estéril como tu mano.
O vida breve que te has tendido en mí que
era una muchacha y te has puesto a escuchar sobre
mi hombro, y no llamas a las rimas. Yo
estiro las piernas y vendo los guardabarros con un
color precioso, tú te viertes contento en un relampagueo
de malos hábitos. Muerdo la manzana para sostener
mis débiles venas en el cuello que estalla de
pena, y la máquina grita más fuerte que mi
sensata voz. Yo no sé qué quiero tú no sabes
quién eres, y casi estamos a mano. Pero qué busco yo
si la canción de la débil piedad no es otra cosa
que mi inventada inventiva, que no sé
impugnar en ningún otro partido que no sea el tuyo,
el mío, nuestras internas linternas, y ningún
fuerte resplandor de la verdad, y el mundo que espera
con sus ojos luminosos y tal vez llenos de arena.
Y la sabia comilla será nuestro juego
del destino –que yo lo quiera o no, oh, deja el
caso y nuestra naturaleza imberbe; tú serás
mi rey debilísimo, yo seré tu reina no
tan voraz como para no poder escapar cuando
quiera con una vuelta de llave, en un resplandor
de humores negros pero el mundo no tiene llave por
no decir que no tiene la organización necesaria a
una piedad necesaria como la Torre Eiffel que
sólo resta en pie gracias a su consentida
fealdad. Tú tratarás de custodiar
mi pozo que es más profundo que el tuyo, pero el agua
se ha vuelto demasiado cenagosa y yo no quiero
suspirar por la senilidad de las lenguas toscanas.
Por lo tanto estírate en tus bien revestidas botas
recubiertas con la piel de los más seleccionados animales y oye
como bate mi corazón de goma pero también de arena ardiente
si es que todavía bate por un hombre. Yo me
lavo las manos y rimo antiguamente con una modernidad
que no sospechaba en mis asuntos. Pero no
quiero arruinar mis ojos por nadie, yo,
en sus huesos-vallas. ¿Quieres que salgamos? ¿Quieres
que juguemos? ¿Quieres que yo haga de hermana
mayor de todas estas infelices? ¿O quieres que
me aclare la garganta entre estos cuatro pintorescos
muros, entre la botella de una leche vuelta rancia
y una vanidad ya cansada, para desgranar las brillantes
perlas de sonrisas todavía no distribuidas.
Y la estética ya no será nuestra alegría iremos
hacia los vientos con la cola entre las piernas
en un gran experimento.
Y la rápida lengua de los santos caídos con los
fósforos estaban por incendiar el verdadero cielo
se nutrieron de bien suministrados sermones a la mejor
juventud. No la obstruida juventud sabe decir
quién será el padre, que lo odia, pero debe reconocer
a su madre, que la amamanta. Yo viviré con una multitud
pero quedaré claro, dijo aquel tiburón que
ya no está vivo. En el carácter está sobrevolar
las estrellas, que mi voluntad sea la reina de las
estrellas y las noches. Yo no tengo ninguna apelación
y ningún credo con el que comenzar mi larga
apelación, por lo tanto silenciosas sean las noches reales
como la flor que se marchita.
Él habla de sí mismo en una lúgubre monotonía,
yo hago florecer los versos de otras latitudes, los externos
aburrimientos, elucubraciones, automóviles; ¿qué me agarró
hoy en el fino polvo de un atardecer lluvioso?
Bajo la tienda el pez canta, bajo el corazón
más puro canta la libre melodía del odio. La
venganza salada, el ingenio adormecido, las rimas
de denuncia, serán mis más asiduos lectores,
creadores bajo la rebelde esperanza; de desiguales
encantamientos se hará tu lamento, a mí, que
estaré pronta a recibirte con todas las debidas inteligencias
con el enemigo –como lo es la máquina demasiado ligera
por todas las violencias. Entonces será tiempo tú y
yo nos retiramos a nuestras tiendas, y rítmicamente
entonces tú opondrás tu pie contra mi
antebrazo, y tenuemente yo quizás, te untaré
con mi sonrisa apenas inteligible, si tú lo
sabes arrebatar, pero si tú sabes sólo ofrecer banquetes, silbar
al pico del vino y de la ambiciosa más severa
hasta de mi anhelar hacia la tuya
más severa, entonces tiéndete solo entre
tus planetas. No sé si me moriré o no
de hambre, miedo, los ojos demasiado abiertos para milagrosamente
comer, la tierra que envuelve y sostiene el agua
demasiado negra para la levedad del cielo. Que
extraña mi risa de murciélago, qué extraño
mi desvariar sin orejas, qué extraño
mi desvariar sin pájaros. Qué extraño
mi amar los amargos ocías de la vida.
Y si los soldados que irrumpieron en la tienda de
Dios fueron aquella desesperada contienda que es el odio;
entonces yo avanzo el puñal en un puño cerrado,
y te mato. ¡Pero es uno solo el universo y tú lo
sabes! El aire, el aire puro, la enfermedad, y el somnoliento
adiós. El aire, el aire puro, el bife marchito,
y la última verdura del verano. Y la semilla de la última
violencia del verano.
La chaqueta de todas las destrezas me agarraba
fuerte por su lado débil: oh yo quizás amo más
las colinas y las brisas frescas y los verdeoscuros
pinos, que los gigantes pasos del hombre: ¡sueño
el sol de invierno y he aquí que las frescas brisas
me despiertan en verano! No es por ti que yo grito
fuera de todo límite, mi aliento corto contra
el leve y secreto aliento de las estrellas; no es
por ninguna mano terrenal. ¿Quién me hizo entonces
tan ciega? Si no es por mi, ¡que sea por ti!
No tengo el tiempo entre las manos: luces y terrenos,
rostros y muchedumbres despiadadas, rostros agonizantes,
ustedes los empujan al claro con una mirada de la
luna.
No sé si tu cara sabe repetir una
de tus arrugas internas o si mis sentidos saben mejor
que mi cabeza viril qué es verdad, o si es
falso aquél que es bello, bello porque es semejante.
¿O bello porque es bueno? Yo busco y busco, tú corres
y corres. ¡Y yo corro! ¡Y tú ríes a las muchedumbres asustadas!
No sé qué grandeza nos fue preparada: Dios
no perdona a quien lleva a flor de labios solamente
su difícil nombre, su don de sangre,
su amarillo bosque. Nivelé el terreno para
recibirlo, pero escapé antes de que los tambores sonasen.
Y así sabrás quién soy; la estúpida abeja que zumba
en un mismo sitio, buscándolo a Él, esa jungla
de árboles de hierro forjado.
Y la voz retórica del dandy que
veo sin amargura me compromete mágicamente
y por lujuria en sus bravos brazos abiertos.
Ángeles blancos y oscuros sobrevolarán, y el tiempo
y el chantaje de los viejos y el chantaje de la música
y el lugar de toda la belleza. Si te vendo
el ligero yugo de mi mente enferma entre
las dos tiendas de los imposibles círculos que se
extendieron entre nuestras almas, en el aire, que
palpita entre tu revuelta y la mía, que empuja
y gime fuera del portón, en el solar abierto a la
más profunda tristeza que me unía a tus sueños
recuerda las palabras escritas en los muros de las más
grandes fortalezas egipcias. Yo soy una que
experimenta con la vida y no puede dejar que ningún
rival le toque el corazón, los miembros insaciables.
Yo soy una que gustosamente deja la gloria a los
otros pero se lamenta de ser retenida por los
infelices nudos de su garganta. ¡Yo soy una de
tantas voraces como yo pero por Dios forjaré
si puedo otro canal a mis necesidades y
mis ganas serán de otro molde! Y si triunfo
segura sobre las penas, triunfante y penitente
persigo el entero perdón, y que Dios permita
mi presuntuosa discordancia con las guías del
cielo perlado. Recuerda que yo estaba entre los más cansados
caballeros de nuestros defectos. Recuerda
que todos nacimos para presentar todos
los cansancios. Recuerda mi vida pegada
al ignoto sorber de tus pupilas. Descansa
duramente hasta el fin –y que sean cándidos
tus días sin reposo.
Yo no sé si detrás de la sonrisa del verde verano
y tu verde diferencia hay una diferencia
yo no sé si hago rimas por encantamiento o por atormentada
pena. Yo no sé si hago rimas por encanto o por razón
y no sé si tú sabes que yo hago rimas solamente
para ti. Demasiado sol ha absorbido el mar en
su prisión tranquila, donde el ramillete del
mar no quiere echar mano a los buques hundidos.
El alba se mueve gris lejana. Yo no sé
si tras las pálidas rocas encontraba tu mirada,
yo no sé si entre los monótonos gritos encontraba
tu mirada, yo no sé si tras la montaña
y el mar también existe un río. Yo no sé si
entre la costa y el desierto reaparece un río que se acerca,
yo no sé si entre la bruma tú te acercas. Yo no
sé si caes o tiemblas, tú no sabes si lloro
o desespero. Desesperar, desesperar, desesperar, es
todo un fabricar. Tú no sabes si lloro
o desespero, tú no sabes si río o desespero. Yo
no sé si entre las pálidas rocas tu sonrisa.
Yo no sé si entre las pálidas rocas tu
sonrisa se me aparece, o dios de fulgida cabellera
o ciprés al sol yo no sé si tras las pálidas
rocas de tu mirada reposaban el encanto y
la juventud. Yo no sé si tras las toscas mejillas
de tu mirada reposaban los adioses o la piedad.
Yo no sé si agradecerte y no conozco tu morada
y no sé si escucharás este grito. Yo no
sé si la infanta que te busca es la vieja que
te tiene a su merced. Yo no sé si la playa es ancha
o la infanta está muerta, no sé, no veo, no soy,
para ti, que eres que vives que vibras que permaneces
más allá de la dulzura. Yo no tocaría los cascabeles
si supiera que entras en el corazón con facilidad.
Yo no tocaría esta música si supiera que no
estoy sola. Yo no tocaría ninguna música si tú
cantaras. No se llora si la juventud se descarrió,
no se ríe si el padre es un noble desocupado,
no se ríe si la alegría es una carrusel desocupado.
No se ríe y no se añora y no se sabe si
llorar o reír, no se hace de celador a los grandes,
no se le rompe el rabo a los pequeños, se deja
todo así como está. No caer.
¡No vencer! No perder –no cansar. No
prorrumpir en risas solemnes; ¡no te derrames rebelde!
Dolorida tú calmas, amante del poder te endureces.
Y el delirio hizo presa de mí otra vez, me transformó
cansada e idiota en un ancho pozo de miedo,
me llamó con sus estandartes blancos y violentos,
me llevó a las puertas de la locura. Me arruinó
por todo ese tiempo y aquel día entero.
Me extendió despectiva en el suelo: incapaz de mover,
cansada al alba, incapaz a la noche: y la agonía
cada vez más viva.
El campesino con sus largas manos conocía toda
mi ansia, pero él no revelaba, su verdadero
nombre de encantador. Yo huía de él por valles
y terrenos oscuros, pero él sabía mi nombre.
No sé si entre las pálidas brumas tu sonrisa
se me aparece en una bruma tibia y abierta, pero
yo morí del mal que mana de tu boca y
de tu tibia sonrisa infatuada. No sé si
entre el mal que me quiere y tu sonrisa existe
la piedra en punta de la diferencia: si gemelas
son nuestras almas, no sé cómo conciliarlas
con tu sonido flébil no veo aparecer la luna
detrás de los puntiagudos riscos de mis hábitos.
No sé si entre las pálidas rocas tu sonrisa
se me aparecía, o sonrisa de lejanías ignotas, o si
entre tus pálidas mejillas retrocedía el estribillo
que la tempestad cayó sobre la cabeza rota. No
sé si entre las pálidas rocas se me aparece, una sonrisa
de lejanías ignotas, no sé si detrás de las pálidas
bocas si detrás de las pálidas muecas de los vivientes
permaneceré: no sé si entre las pálidas hinchadas
tinieblas de la miseria tú entrarás a festejar.
No sé si entre la pálida fuente de tu canto
la luz se eleva sobre los monumentos: no sé
si entre la pálida hierba y la flor no sé si entre
el pálido sol y la alegría, no sé si entre la
alegría y el dolor, no sé si tú visitarás las
tumbas de los cristianos colgados en mi garganta seca
de mal. No sé si en la larga línea del porvenir,
no hay ninguna luz y plegaria, no sé si
la plegaria muere.
Y los pájaros volaban muy tranquilos.
Y la escasez brillaba lejana solamente irónica.
Y una era una mujer, el otro no era un hombre
Y una bramaba y lloraba, y el otro era un hombre.
Y una bramaba y lloraba, y el otro era un hombre,
¡y la otra era una mujer! ¡Las blandas verdes hojas!
Y en sus labios como para chicos ríe
la befa, el aburrimiento y la angustia. ¡El aburrimiento, la befa!
El horrendo moler grano entre espigas muertas. Y
las prisiones que cada vez se hacen más tranquilas:
el mar es bombardeo de insectos la luna es despertar
de los cañones al alba. El rencor que vela
tu dormir, en amarguísimos sueños. ¡Tus sueños
son humo! ¡Son humo! Y si arruinas fiereza y
sueño con un movimiento del cuerpo: grita no más
en la noche: grita no más en el día o en la
primera mañana –grita en el sueño, ¡grita en la brecha
que se ha abierto a tu alejamiento! Grita en todo el peso
de la magnificencia.
Yo la había pisoteado. En tu barca, la única
tuya. En tu corazón, ¡en la sangre olivastra y ya
sucia de amor! Abrazada yo la había tenido! ¡Yo
la había tenido abrazada! Tu serena voz cansada
de hombre que arrebata: ¡yo te busco y tú lo sabes!
¡Yo te busco y tú lo sabes y no mueves el aire para
alcanzarme! Siento los chillidos de los ángeles
que corren detrás de mi, siento los chillidos de los
ángeles que quieren mi salvación, pero la sangre
es dulce al pecar y quiere mi salvación; los
chillidos de los ángeles que quieren mi salvación,
¡que quieren mi pecado! que quieren que
caiga imberbe en tu sangre chillido de ángel.
Siento los chillidos de los ángeles que dicen adiós,
lo he desvirgado yo, vuelvo esta tarde.
Siento a las que pierden el color del amor y del
sentido, oigo a las tardes protestar. Siento a los
torpes ángeles llamarme a la piedad, siento a la
linfa replegándose, a los padres cansados,
siento a la piedad envolviéndome y toda la piedad,
toda la mesa preparada, a los abismos de la piedad,
al himno nacional decaído, al abismo de la
voluntad. Siento al caracol repartiendo su sangre
con los coágulos más inocentes de la tierra baja, profunda,
desaparecida, siento a la inocencia transformándose en
enfermedad, siento al infierno apoderándose de los mejores.
Nadie sabe quién nos ha puesto las bridas en la boca,
o quién nos ha quitado los almohadones de la carroza,
de la sala abierta a todos los fenómenos con tal de que
tú entraras, cerrado con las bridas en la mano.
Por lo tanto todo igualmente se cumple, igual a la
lluvia amiga y ligera igual a la tormenta
ligera y pesada, igual al sol que bate
triunfante de pena, o elefante de gran pena,
tú sol que corre como si yo no existiera.
O árbol tieso. O partícula inmensa. O lunario
de cuatro monedas. O amigo liviano, o amigo pesado,
o ciudad cañonera, o triunfante camisa del mejor
amigo que se vende con tal de que tú no bajes las escaleras.
O árbol ignoto o ruina de las miradas, o los
arruinados alrededor; o las arruinadas miradas alrededor.
O amor que me tiene férvida y azul fuera del
mundo que no sostiene su tintineo de mercadería
tirada por el mercader. O puta de maravillosas
orejas o alquitrán que no se desvinculó tan pronto
de la tierra, o palacio de la caridad. Más muerta
que viva, más viva que sabia. Más muerta que sabia.
Más real que tu luz inesperada.
Y yo no sé qué busco. Una batalla de
naves. Un pez con la boca abierta. Un fardo
demasiado pesado. Una luna roja que echa espuma. Siento
a los ángeles llamándome a la piedad, a su lado
derecho, dulce, rota, cansada. Siento los chillidos
de los ángeles pidiéndome piedad, donde nadie
la cuida o la reconoce. Jesús que gritas. Jesús
que escribes. Jesús que maldices. La lepra –mi
úlcera de escribana. Siento los chillidos de los
ángeles que braman, siento a la Piedad que me aferra.
O misantropía que acalorada te sientas después
de comer conmigo; contigo bailaría cansada. Contigo,
gruñiría muy lejos de los pinares y los
lagos, al golpe del sol de los dardos sopesados.
Y tú te sentabas seguro en el puente del carpintero,
seguro de volver a encontrarme en el infinito. Yo
perdí los caminos. Tú aún te debates: yo ya no puedo
recordar que existo. La mezcla es demasiado
fina: el recuerdo demasiado cortante: el ensamble
demasiado vívido. La luna (y ahora puedo verla)
es demasiado triste. La luna cuelga. Yo muero. Los
pájaros se debaten. La enfermedad no tiene derecho
a existir. El pajarraco te persigue. Yo vomito.
Yo, tú –no. Y enormes pinos esperan, en la orilla,
y enormes oleadas de mar; y enormes extensiones de
arena, cansadas y descubiertas, caídas fuera
de la ciudad que las recuerda. Rata de infierno, rata
tropical, rata de insaciable seducción; rata
horizontal rata blanqueada en la memoria, aduenándose
de mis fuerzas. Rata agria y despiadada. Sabia
rata; mercado de ratas. Larga noche de las ratas. Mercado
de ratas y herramientas. Yo soy grande y pequeña
al mismo tiempo: la furia de ustedes me toca y no me
toca. Mi enfermedad es distinta de la de ustedes,
mi santuario no es el de Cristo, y también lo
es, quizás, si acecha demasiado la espada a
mis espaldas.
Y siguiéndome él será manso y puro como los
arcángeles.
Por sus ojos blanquísimos –por sus
miembros limpidísimos, ¡yo voy buscando la gloria!
Por sus miembros dulcísimos, por sus ojos
rapidísimos, yo voy buscando gente que esconda
armas en los matorrales. Por sus ojos blanquísimos,
por su piel levísima por sus ojos
astutísimos, yo voy buscando gente que esconde.
Por sus ojos ligerísimos y por su boca
fuertísima, yo busco gente fortísima, que nos nutra
a él y a mí juntos en la noche entre las blancas alas
de los ángeles fuertísimos dulcísimos ligerísimos.
Encuentren a Hortensia: su mecánica es la soledad
eyaculatoria. Su soledad es la mecánica
eyaculatoria. Encuentren los gestos monstruosos de Hortensia:
su soledad está poblada de espectros, y los
espectros la pueblan de soledad. Y su amor
rumia y no puede salir de la casa. Y por lo tanto
su luz vibra entre los muros, con la luz,
con los espectros, con el amor que no sale de
casa. Con el espectro solo del amor, con el
reflejo del amor, con el desencanto,
el encanto y el frenesí. Busquen a Hortensia: busquen
su vibrante humildad que no sabe darse paz,
y que no encuentra el adiós a nadie, y que siempre
dice adiós a nadie, y a todos se quita
el sombrerito veraniego, con el gesto inusitado de la
piedad. Encuentren a Hortensia que en su soledad
puebla el mundo civil de salvajes. Y el canto
de la guitarra ya no le basta. ¡Y el perdón
de la guitarra a ella ya no le basta! Encuentren a Hortensia
que muere entra las lilas, frágil y olvidada.
Sonriente y frágil entre las lilas del valle
compasión; petrificada. Encuentren a Hortensia que
muere sonriendo detrás de las lilas del valle,
encuéntrenla que muere y sonríe y es extrañamente
feliz, entre las lilas de la villa, del valle
que la ignora. Está poblada su soledad de
espectros y de fábulas, está poblada su alegría de
hierba extraña y extraña flor –que no pierden el olor.
Él reprimía una nueva relación de placer,
él corría al pecho de la mujer amada. ¡Yo repito
las clases de antepasados y padres viejos como los huecos
de las escaleras! ¿A qué sirve mi ser de paja
si tú no vienes con la horquilla a moverme? ¿Si
tú no vienes con las pinzas a moverme? ¿Con
las pinzas de la violencia a rogarme, a moverme,
a esposarme? En toda la luz del sol en toda
la oblicua luz del sol en toda la caridad, en
toda la vida de la nación, en todos los puebluchos
dificilísimos, en todo el mundo putrefacto, existe
un solo yo, existe un solo tú –existe la caridad.
Fluye entre tú y yo en lo subacuático una claridad
que deforma, una claridad que deforma toda pasada
experiencia y la tuerce en un fraseo móvil,
torcido, inexperto, ¡expertísimo lenguaje
de la adolesencia! ¡Dificilísima lengua del pobre!
¡Candente muro del solitario! Desgarrados intentos
canibalescos, oh la serie de las divisiones fuera
del tiempo. Disipa tú si quieres esta débil
vida que no se lamenta. Que queda. Disipa
tú el pudor de mi virginidad; disipa tú
la rendición del cuerpo al enemigo. Disipa mi efigie,
disipa el remo que golpea en la rama separada.
Disipa tú si quieres esta disipada vida disipa
tú mis cambiantes razones, disipa el número
demasiado elevado de pedidos que me agonizan:
disipa el horror, transforma el horror en bien. Disipa
tú si quieres esta débil vida que se lamenta,
pero yo no te encuentro, y no me atrevo a disiparme. Disipa
tú, si puedes, si sabes, si tienes el tiempo
y las ganas, si es el caso, si es posible, si
no débilmente te lamentas, esta vida mía que
no se lamenta. Disipa tú la montaña que me impide
verte o avanzar; nada se puede disipar
que ya no se haya disipado. Disipa tú si
quieres esta débil vida mía que se encanta y
cada pasaje de débil belleza; disipa tú
si quieres mi eterna búsqueda de lo bello y
lo bueno y los parásitos. Disipa tú si puedes
mi juventud; disipa tú si quieres,
o puedes, mi encanto por ti, que no ha terminado:
mi sueño de tí que tú debes secundar a la fuerza,
para disminuir. Disipa tú si puedes la fuerza que
me une a ti: disipa el horror que me vuelve
a ti. Deja que el ardor se haga misericordia,
deja que el coraje se deshaga en minúsculas
partes, deja que al universo expandirse en sus
celdas, deja a la primavera llevarse la
semilla de la indolencia, deja al verano arder
violento e incauto; deja al invierno volver
deshecho y resonante, deja todo –vuelve
a mí; deja al invierno reposar en su lecho
de río seco; deja todo, y vuelve a la
noche delicada de mis manos. Deja el sabor
de la gloria a los demás, deja que el huracán se desahogue.
Deja la inocencia y vuelve a la oscuridad, deja
el encuentro y vuelve a la luz. Deja las manijas
que cubren el sacramento, deja el retraso
que arruina la tarde. Deja, vuelve, paga,
deshace la luz, deshace la noche y el encuentro, deja
nidos de esperanza, y vuelve a la oscuridad, deja creer
que la luz es un eterno parangón.
Quitar a los antiguos ángeles de sus pedestales
de la piedad, quitar los antiguos ángeles de
su pedestal de la fiereza, y tirar todo
al mar. Quitar a los antiguos ángeles que con
el prejuicios se aferran a mis polleras;
quitar todo tipo de ruindad; quitar todo
pentimento; quitar la fiereza y la piedad:
quitar incluso al viento si se aferra a
tu plenitud. Comer, dormir, soñar: no
tomar somníferos. Comer, dormir, soñar
y osar: quitar la antigua vileza, quitar
las vendas de los soldados de las estatuas coronadas
de jardines: quitar la piedad la sangre y
la fiereza. Septiembre ha cerrado sus puertas
sonoras, y la humildad entra allí por un sol congelado.
Si de la sonrisa de tus labios extremos,
si del pliegue de tus labios blandos y fundidos,
se alejase una verdad, yo te llamaría desde
lejos, y desde la lejanía te sonreiría, parecida
a una oveja cerca de un cordero muerto. Si
de tus labios saliese una verdad, yo verdadera
te llamaría para que vinieras a mí, yo verdadera me alejaría
de tus sinuosas remembranzas, y zarparía
otra vez en la lejanía; si de tus sinuosos curvos labios
respondiese otra verdad, yo reposaría tranquila,
en tus brazos. Abrazado yo lo había tenido, y si
los blandos flecos de su juventud no se quebraban
a mi abrazo, yo no moría. Pero si abrazada
yo la había tenido, entonces abrazada yo la había tenido en una
agonía de vida que se atenua a cada canto de las
calles demasiado estrechas. Y si abrazada yo la había
tenido contra el muro de mis mentiras, entonces
abrazada yo la había tenido sin un sollozo de amor.
Y ahora que la tuve abrazada, se me vuelve a ver
en la cabeza un sollozo de vida perdida, el
salmo de la juventud. Entonces abrazada yo la había tenido
sin amor, la gratitud perdida entre las piedras
robadas. El infierno me perseguía mientras lo abrazaba
tenso como una brizna de paja lamentablemente satisfecho
de un establo miserable. Y que la noche baje
amorosa sobre él y estreche despectiva mi
vejez sin amor. Pero si de tu vacuidad
no sale amor alguno, no me quedo, extendidos
los brazos al sol, extendidos tus brazos
sin amor. Abrazada yo la había tenido en un abrazo
sin amor, en una noche sin fin, sin
fin de amor. Y yo te llamo te llamo te llamo
sirena, estoy solo. Y tú tocas y vuelves a tocar y
vuelves a tocar y vuelves a tocar o quimera. Y por eso te llamo
y te llamo y te llamo quimera. Y te llamo
y te llamo y te llamo sirena.
Pero ninguna fuente de belleza surgía de
tus grotescos brazos que yo no tocase, con
cuidado y diligencia. ¡Que yo no tocase! ¡Que yo
no rogase! ¡Que yo encontrase! Estandartes altos
y en llamas volvimos a izar al encuentro de la primavera
con la bestia, al vuelo del aeroplano con el
piloto, al lacre con el escurridizo papel
que lo mantiene: estandartes quiero izar en una
terrible frotación de beldad y rencor, en una
tardía pirámide de verano, en testarudos anuncios
de potencia: en un simple, testarudo amor: en un dificultoso
ruego, en una traducida pena. En un claro rencor,
en un delicado estrato de porvenir contenido sin
expectativa en el presente. En un cansado atardecer,
en una verdadera batalla –por una banda de jóvenes amigos,
bandidos, vestidos como en la desastrosa noche que
fueron desgarrados los plomos, fueron asesinados
los restos, fueron depositadas las bondades.
Si los veinte años te amenazan, Esterina, lleva
alguna brizna de hierba para que me doble a mí también, y
yo seria y pronta me inclinaré a tus polleras
de sabia muchacha, demasiado estrecho el paso
por tu cuerpo alegre. Detrás de tu barra
de usureros precisos y absurdos (los pobres con
la garra sabia en su antiestética diferencia),
detrás de cada lamento de belleza, detrás de la
puerta que no se abre, detrás de la fuente seca
al sol, linternas verdes y oscuras y amarillentas llevan
hasta el monte de la piedad, hasta el castillo milagrosamente
esculpido por los curas malvados. Mis veinte años
me amenazan, Esterina, con su verde desastre,
con su luz violeta y verde claro, rociada
de agonías; luces, nubes deshechas y encadenadas,
encadenadas por la limpidez de Dios, decoloran
el aire que no tiene límites, el pequeño arroyo,
la grave rotura. Pero tú no eres de esos
que quedan encantados por el paisaje. Vuelve a tus cantos
del caballo que sabía muy bien la historia de la
raza de su bisabuela. Esterina, tus veinte años
te miden las cavidades orales y auriculares; Esterina,
tu boca colgante demuestra que tú estás entre
las muchachas más cansadas que sirven detrás
de las barras. Y tú te has llevado el azadón al cuello,
atravesado de media lunas. Te busco en otro
andén: te busco en el campo desierto.
La verde prepotencia de tu milagro es para mí la
primera línea incandescente de mi corazón, mi
espalda infalible. La muerta colina, desierto
agigantado por tu partida –¡la luz que me
fulgura demasiado dura el ojo seco! El pensamiento
de tí me injuria, el duro pensamiento de ti real
me disminuía la alegría de ti real, más verdadera
que tu veradera vivida visión, más lúcida que
tu vivida demostración, más lúcida que tu
lúcida vida verdadera que yo no veo. ¡De la soledad
el hueco de las escaleras! La tétrica chichería de la
caridad; el tuberculoso jadear; la corta flecha
que envenena.
Bien fortificada bajo la lluvia, bien sometida
al dolor, bien entregada entre los tantos filtos
de las experiencias –saber que la luz es tu madre,
y el sol es casi tu padre, y los miembros,
tus hijos. Saber y callar y hablar y vibrar
y olvidar y volver a encontrar la sombra de Jesús que supo
tomar el desvío fuera de la miseria, en tiempo justo
por la carne de Dios, por el espíritu de Dios, por
la excelencia de sus frases, sus respuestas
encarnizadamente perfectas, su espíritu errante.
Saber que la verídica cima canta en un transporte
que tú no siempre puedes tocar: saber que cada
pedazo de tu carne es ansiada por los perros, detrás de
la tienda de los adioses, detrás de las lágrimas del solitario,
detrás de la importancia del nuevo sol que apenas
apenas sirve de compañía si estás solo. Ruina
la casa a la que te lleva la guardia, ruina el pájaro
que no sueña con quedarse en tu nido preparado,
ruina la tinta que se burla de tu
ingratitud, ruina los angelitos que no
saben dónde te has escondido los angelitos que no
saben temer.
Traducción Guillermo Piro
La libélula
La santidad de los santos padres era un producto tan
cambiante que decidí alejar cualquier duda
de mi cabeza lamentablemente demasiado clara y dar
el salto para un adiós más difícil. Y fue entonces
que la santa sede se afanó por saltar
los fosos, no sé cómo, pero quedé alucinada.
Entonces los míseros restos de nuestros muertos
quedaron resonando violenta,completamente,
oh yo canto por las calles pero sólo el santo padre
sabe dónde irá a terminar todo. Y tú llevarás
de rodillas tus santos asuntos al confesor
y él te dará esa bendita bendición
que yo quisiera ver hecha de pan y aceite. Entonces
como decíamos yo estaba tirada en la hierba pútrida
y las canciones de amor sobrevolaban mi cabeza
enferma de amor, y rumiaba tempestades y
plegarias y todas las luces del santo padre estaban
encendidas. De hecho la santa sede también rumiaba
canciones pueriles y todos los automóviles de los más
ricos artistas eran acogidos tras sus muros;
oh desdén, ni siquiera la cauta pesquisa hace que
podamos ocultar nuestros defectos más terrenales,
como por ejemplo el desvariar en gastados
versos, o llorar en los muros torcidos de nuestras
ambiciones: colores olorosos, de cera, recortados
en el oloroso establo de los entendedores. Pero no tengo
ningún odio calentándose en mi cocina sólo
la cansada bestia oculta. Y si el mar que
fue aquella lejana bestia oculta me preguntase
qué hace ese gran anhelo, le respondería
déjame tranquila, no aguanto más
tus dilaciones. Pero él sabe mejor que yo cuáles
son las virtudes del hombre. Yo le digo que es más
feliz la tarántula en su jardín privado,
él responde pero tú no sabes aferrar. Las riendas
se me escapan si no me atengo al poder de la
racionalidad yo lo sé tú lo sabes lo saben algunos pero
igualmente las queridas cortinas de los descontentos a veces
también perforan mis sueños. Y tú lo sabes. Y yo
lo sé pero la vanguardia todavía anda a caballito en
mis hombros y ríe y escupe como una vieja
bruja, y ni siquiera yo sé dónde debo
tomar el tranvía para enriquecer tus sueños,
y mis estrellas. Pero ya ves yo también he perdido
las agraciadas resplandecientes capacidades de
quien sabe no darle importancia a esos asuntos.
Debo comer. Tú debes correr.
Yo debo levantar. Tú debes correr con la cola colgando.
Yo me levanto, tú estiras los brazos en un largo
y penoso adiós, con la sonrisa desganada y dura en
tu boca no demasiado admirable. ¿Y qué es esa
luz de verdad cuando ironizas? Nada más
que la pobre garantía que tendrías de mi corazón lacerado.
Nunca sabré mirarte a la cara; lo que
quería decir se fue por la ventana,
lo que tú eras era otro batallón con el que
no sé guerrear; entonces ¿qué nueva libertad
buscas entre cansadas palabras? No la suave ternura
de quien está en casa bien resguardado por los altos
muros y piensa en sí mismo. No el cansado descuido
del gigante que sabe que no puede rimar salvo dentro
del círculo cerrado de sus desolados conocidos;
la luz es un premio de Dios, y él prefirió venderla
antes que verla ensuciada por tus descuidadas manos.
No sé lo que digo, tú no sabes lo que buscas, yo
no sé buscarte. En medio de una luz que es
clara y de otra que es la maldad en persona
busco un estribillo. En medio de un grácil camino
hecho de pequeñas hierbas recreadas y perdidas en la
sucia tierra, yo busco, y tú te mueres en
un árbol infructuoso, estéril como tu mano.
O vida breve que te has tendido en mí que
era una muchacha y te has puesto a escuchar sobre
mi hombro, y no llamas a las rimas. Yo
estiro las piernas y vendo los guardabarros con un
color precioso, tú te viertes contento en un relampagueo
de malos hábitos. Muerdo la manzana para sostener
mis débiles venas en el cuello que estalla de
pena, y la máquina grita más fuerte que mi
sensata voz. Yo no sé qué quiero tú no sabes
quién eres, y casi estamos a mano. Pero qué busco yo
si la canción de la débil piedad no es otra cosa
que mi inventada inventiva, que no sé
impugnar en ningún otro partido que no sea el tuyo,
el mío, nuestras internas linternas, y ningún
fuerte resplandor de la verdad, y el mundo que espera
con sus ojos luminosos y tal vez llenos de arena.
Y la sabia comilla será nuestro juego
del destino –que yo lo quiera o no, oh, deja el
caso y nuestra naturaleza imberbe; tú serás
mi rey debilísimo, yo seré tu reina no
tan voraz como para no poder escapar cuando
quiera con una vuelta de llave, en un resplandor
de humores negros pero el mundo no tiene llave por
no decir que no tiene la organización necesaria a
una piedad necesaria como la Torre Eiffel que
sólo resta en pie gracias a su consentida
fealdad. Tú tratarás de custodiar
mi pozo que es más profundo que el tuyo, pero el agua
se ha vuelto demasiado cenagosa y yo no quiero
suspirar por la senilidad de las lenguas toscanas.
Por lo tanto estírate en tus bien revestidas botas
recubiertas con la piel de los más seleccionados animales y oye
como bate mi corazón de goma pero también de arena ardiente
si es que todavía bate por un hombre. Yo me
lavo las manos y rimo antiguamente con una modernidad
que no sospechaba en mis asuntos. Pero no
quiero arruinar mis ojos por nadie, yo,
en sus huesos-vallas. ¿Quieres que salgamos? ¿Quieres
que juguemos? ¿Quieres que yo haga de hermana
mayor de todas estas infelices? ¿O quieres que
me aclare la garganta entre estos cuatro pintorescos
muros, entre la botella de una leche vuelta rancia
y una vanidad ya cansada, para desgranar las brillantes
perlas de sonrisas todavía no distribuidas.
Y la estética ya no será nuestra alegría iremos
hacia los vientos con la cola entre las piernas
en un gran experimento.
Y la rápida lengua de los santos caídos con los
fósforos estaban por incendiar el verdadero cielo
se nutrieron de bien suministrados sermones a la mejor
juventud. No la obstruida juventud sabe decir
quién será el padre, que lo odia, pero debe reconocer
a su madre, que la amamanta. Yo viviré con una multitud
pero quedaré claro, dijo aquel tiburón que
ya no está vivo. En el carácter está sobrevolar
las estrellas, que mi voluntad sea la reina de las
estrellas y las noches. Yo no tengo ninguna apelación
y ningún credo con el que comenzar mi larga
apelación, por lo tanto silenciosas sean las noches reales
como la flor que se marchita.
Él habla de sí mismo en una lúgubre monotonía,
yo hago florecer los versos de otras latitudes, los externos
aburrimientos, elucubraciones, automóviles; ¿qué me agarró
hoy en el fino polvo de un atardecer lluvioso?
Bajo la tienda el pez canta, bajo el corazón
más puro canta la libre melodía del odio. La
venganza salada, el ingenio adormecido, las rimas
de denuncia, serán mis más asiduos lectores,
creadores bajo la rebelde esperanza; de desiguales
encantamientos se hará tu lamento, a mí, que
estaré pronta a recibirte con todas las debidas inteligencias
con el enemigo –como lo es la máquina demasiado ligera
por todas las violencias. Entonces será tiempo tú y
yo nos retiramos a nuestras tiendas, y rítmicamente
entonces tú opondrás tu pie contra mi
antebrazo, y tenuemente yo quizás, te untaré
con mi sonrisa apenas inteligible, si tú lo
sabes arrebatar, pero si tú sabes sólo ofrecer banquetes, silbar
al pico del vino y de la ambiciosa más severa
hasta de mi anhelar hacia la tuya
más severa, entonces tiéndete solo entre
tus planetas. No sé si me moriré o no
de hambre, miedo, los ojos demasiado abiertos para milagrosamente
comer, la tierra que envuelve y sostiene el agua
demasiado negra para la levedad del cielo. Que
extraña mi risa de murciélago, qué extraño
mi desvariar sin orejas, qué extraño
mi desvariar sin pájaros. Qué extraño
mi amar los amargos ocías de la vida.
Y si los soldados que irrumpieron en la tienda de
Dios fueron aquella desesperada contienda que es el odio;
entonces yo avanzo el puñal en un puño cerrado,
y te mato. ¡Pero es uno solo el universo y tú lo
sabes! El aire, el aire puro, la enfermedad, y el somnoliento
adiós. El aire, el aire puro, el bife marchito,
y la última verdura del verano. Y la semilla de la última
violencia del verano.
La chaqueta de todas las destrezas me agarraba
fuerte por su lado débil: oh yo quizás amo más
las colinas y las brisas frescas y los verdeoscuros
pinos, que los gigantes pasos del hombre: ¡sueño
el sol de invierno y he aquí que las frescas brisas
me despiertan en verano! No es por ti que yo grito
fuera de todo límite, mi aliento corto contra
el leve y secreto aliento de las estrellas; no es
por ninguna mano terrenal. ¿Quién me hizo entonces
tan ciega? Si no es por mi, ¡que sea por ti!
No tengo el tiempo entre las manos: luces y terrenos,
rostros y muchedumbres despiadadas, rostros agonizantes,
ustedes los empujan al claro con una mirada de la
luna.
No sé si tu cara sabe repetir una
de tus arrugas internas o si mis sentidos saben mejor
que mi cabeza viril qué es verdad, o si es
falso aquél que es bello, bello porque es semejante.
¿O bello porque es bueno? Yo busco y busco, tú corres
y corres. ¡Y yo corro! ¡Y tú ríes a las muchedumbres asustadas!
No sé qué grandeza nos fue preparada: Dios
no perdona a quien lleva a flor de labios solamente
su difícil nombre, su don de sangre,
su amarillo bosque. Nivelé el terreno para
recibirlo, pero escapé antes de que los tambores sonasen.
Y así sabrás quién soy; la estúpida abeja que zumba
en un mismo sitio, buscándolo a Él, esa jungla
de árboles de hierro forjado.
Y la voz retórica del dandy que
veo sin amargura me compromete mágicamente
y por lujuria en sus bravos brazos abiertos.
Ángeles blancos y oscuros sobrevolarán, y el tiempo
y el chantaje de los viejos y el chantaje de la música
y el lugar de toda la belleza. Si te vendo
el ligero yugo de mi mente enferma entre
las dos tiendas de los imposibles círculos que se
extendieron entre nuestras almas, en el aire, que
palpita entre tu revuelta y la mía, que empuja
y gime fuera del portón, en el solar abierto a la
más profunda tristeza que me unía a tus sueños
recuerda las palabras escritas en los muros de las más
grandes fortalezas egipcias. Yo soy una que
experimenta con la vida y no puede dejar que ningún
rival le toque el corazón, los miembros insaciables.
Yo soy una que gustosamente deja la gloria a los
otros pero se lamenta de ser retenida por los
infelices nudos de su garganta. ¡Yo soy una de
tantas voraces como yo pero por Dios forjaré
si puedo otro canal a mis necesidades y
mis ganas serán de otro molde! Y si triunfo
segura sobre las penas, triunfante y penitente
persigo el entero perdón, y que Dios permita
mi presuntuosa discordancia con las guías del
cielo perlado. Recuerda que yo estaba entre los más cansados
caballeros de nuestros defectos. Recuerda
que todos nacimos para presentar todos
los cansancios. Recuerda mi vida pegada
al ignoto sorber de tus pupilas. Descansa
duramente hasta el fin –y que sean cándidos
tus días sin reposo.
Yo no sé si detrás de la sonrisa del verde verano
y tu verde diferencia hay una diferencia
yo no sé si hago rimas por encantamiento o por atormentada
pena. Yo no sé si hago rimas por encanto o por razón
y no sé si tú sabes que yo hago rimas solamente
para ti. Demasiado sol ha absorbido el mar en
su prisión tranquila, donde el ramillete del
mar no quiere echar mano a los buques hundidos.
El alba se mueve gris lejana. Yo no sé
si tras las pálidas rocas encontraba tu mirada,
yo no sé si entre los monótonos gritos encontraba
tu mirada, yo no sé si tras la montaña
y el mar también existe un río. Yo no sé si
entre la costa y el desierto reaparece un río que se acerca,
yo no sé si entre la bruma tú te acercas. Yo no
sé si caes o tiemblas, tú no sabes si lloro
o desespero. Desesperar, desesperar, desesperar, es
todo un fabricar. Tú no sabes si lloro
o desespero, tú no sabes si río o desespero. Yo
no sé si entre las pálidas rocas tu sonrisa.
Yo no sé si entre las pálidas rocas tu
sonrisa se me aparece, o dios de fulgida cabellera
o ciprés al sol yo no sé si tras las pálidas
rocas de tu mirada reposaban el encanto y
la juventud. Yo no sé si tras las toscas mejillas
de tu mirada reposaban los adioses o la piedad.
Yo no sé si agradecerte y no conozco tu morada
y no sé si escucharás este grito. Yo no
sé si la infanta que te busca es la vieja que
te tiene a su merced. Yo no sé si la playa es ancha
o la infanta está muerta, no sé, no veo, no soy,
para ti, que eres que vives que vibras que permaneces
más allá de la dulzura. Yo no tocaría los cascabeles
si supiera que entras en el corazón con facilidad.
Yo no tocaría esta música si supiera que no
estoy sola. Yo no tocaría ninguna música si tú
cantaras. No se llora si la juventud se descarrió,
no se ríe si el padre es un noble desocupado,
no se ríe si la alegría es una carrusel desocupado.
No se ríe y no se añora y no se sabe si
llorar o reír, no se hace de celador a los grandes,
no se le rompe el rabo a los pequeños, se deja
todo así como está. No caer.
¡No vencer! No perder –no cansar. No
prorrumpir en risas solemnes; ¡no te derrames rebelde!
Dolorida tú calmas, amante del poder te endureces.
Y el delirio hizo presa de mí otra vez, me transformó
cansada e idiota en un ancho pozo de miedo,
me llamó con sus estandartes blancos y violentos,
me llevó a las puertas de la locura. Me arruinó
por todo ese tiempo y aquel día entero.
Me extendió despectiva en el suelo: incapaz de mover,
cansada al alba, incapaz a la noche: y la agonía
cada vez más viva.
El campesino con sus largas manos conocía toda
mi ansia, pero él no revelaba, su verdadero
nombre de encantador. Yo huía de él por valles
y terrenos oscuros, pero él sabía mi nombre.
No sé si entre las pálidas brumas tu sonrisa
se me aparece en una bruma tibia y abierta, pero
yo morí del mal que mana de tu boca y
de tu tibia sonrisa infatuada. No sé si
entre el mal que me quiere y tu sonrisa existe
la piedra en punta de la diferencia: si gemelas
son nuestras almas, no sé cómo conciliarlas
con tu sonido flébil no veo aparecer la luna
detrás de los puntiagudos riscos de mis hábitos.
No sé si entre las pálidas rocas tu sonrisa
se me aparecía, o sonrisa de lejanías ignotas, o si
entre tus pálidas mejillas retrocedía el estribillo
que la tempestad cayó sobre la cabeza rota. No
sé si entre las pálidas rocas se me aparece, una sonrisa
de lejanías ignotas, no sé si detrás de las pálidas
bocas si detrás de las pálidas muecas de los vivientes
permaneceré: no sé si entre las pálidas hinchadas
tinieblas de la miseria tú entrarás a festejar.
No sé si entre la pálida fuente de tu canto
la luz se eleva sobre los monumentos: no sé
si entre la pálida hierba y la flor no sé si entre
el pálido sol y la alegría, no sé si entre la
alegría y el dolor, no sé si tú visitarás las
tumbas de los cristianos colgados en mi garganta seca
de mal. No sé si en la larga línea del porvenir,
no hay ninguna luz y plegaria, no sé si
la plegaria muere.
Y los pájaros volaban muy tranquilos.
Y la escasez brillaba lejana solamente irónica.
Y una era una mujer, el otro no era un hombre
Y una bramaba y lloraba, y el otro era un hombre.
Y una bramaba y lloraba, y el otro era un hombre,
¡y la otra era una mujer! ¡Las blandas verdes hojas!
Y en sus labios como para chicos ríe
la befa, el aburrimiento y la angustia. ¡El aburrimiento, la befa!
El horrendo moler grano entre espigas muertas. Y
las prisiones que cada vez se hacen más tranquilas:
el mar es bombardeo de insectos la luna es despertar
de los cañones al alba. El rencor que vela
tu dormir, en amarguísimos sueños. ¡Tus sueños
son humo! ¡Son humo! Y si arruinas fiereza y
sueño con un movimiento del cuerpo: grita no más
en la noche: grita no más en el día o en la
primera mañana –grita en el sueño, ¡grita en la brecha
que se ha abierto a tu alejamiento! Grita en todo el peso
de la magnificencia.
Yo la había pisoteado. En tu barca, la única
tuya. En tu corazón, ¡en la sangre olivastra y ya
sucia de amor! Abrazada yo la había tenido! ¡Yo
la había tenido abrazada! Tu serena voz cansada
de hombre que arrebata: ¡yo te busco y tú lo sabes!
¡Yo te busco y tú lo sabes y no mueves el aire para
alcanzarme! Siento los chillidos de los ángeles
que corren detrás de mi, siento los chillidos de los
ángeles que quieren mi salvación, pero la sangre
es dulce al pecar y quiere mi salvación; los
chillidos de los ángeles que quieren mi salvación,
¡que quieren mi pecado! que quieren que
caiga imberbe en tu sangre chillido de ángel.
Siento los chillidos de los ángeles que dicen adiós,
lo he desvirgado yo, vuelvo esta tarde.
Siento a las que pierden el color del amor y del
sentido, oigo a las tardes protestar. Siento a los
torpes ángeles llamarme a la piedad, siento a la
linfa replegándose, a los padres cansados,
siento a la piedad envolviéndome y toda la piedad,
toda la mesa preparada, a los abismos de la piedad,
al himno nacional decaído, al abismo de la
voluntad. Siento al caracol repartiendo su sangre
con los coágulos más inocentes de la tierra baja, profunda,
desaparecida, siento a la inocencia transformándose en
enfermedad, siento al infierno apoderándose de los mejores.
Nadie sabe quién nos ha puesto las bridas en la boca,
o quién nos ha quitado los almohadones de la carroza,
de la sala abierta a todos los fenómenos con tal de que
tú entraras, cerrado con las bridas en la mano.
Por lo tanto todo igualmente se cumple, igual a la
lluvia amiga y ligera igual a la tormenta
ligera y pesada, igual al sol que bate
triunfante de pena, o elefante de gran pena,
tú sol que corre como si yo no existiera.
O árbol tieso. O partícula inmensa. O lunario
de cuatro monedas. O amigo liviano, o amigo pesado,
o ciudad cañonera, o triunfante camisa del mejor
amigo que se vende con tal de que tú no bajes las escaleras.
O árbol ignoto o ruina de las miradas, o los
arruinados alrededor; o las arruinadas miradas alrededor.
O amor que me tiene férvida y azul fuera del
mundo que no sostiene su tintineo de mercadería
tirada por el mercader. O puta de maravillosas
orejas o alquitrán que no se desvinculó tan pronto
de la tierra, o palacio de la caridad. Más muerta
que viva, más viva que sabia. Más muerta que sabia.
Más real que tu luz inesperada.
Y yo no sé qué busco. Una batalla de
naves. Un pez con la boca abierta. Un fardo
demasiado pesado. Una luna roja que echa espuma. Siento
a los ángeles llamándome a la piedad, a su lado
derecho, dulce, rota, cansada. Siento los chillidos
de los ángeles pidiéndome piedad, donde nadie
la cuida o la reconoce. Jesús que gritas. Jesús
que escribes. Jesús que maldices. La lepra –mi
úlcera de escribana. Siento los chillidos de los
ángeles que braman, siento a la Piedad que me aferra.
O misantropía que acalorada te sientas después
de comer conmigo; contigo bailaría cansada. Contigo,
gruñiría muy lejos de los pinares y los
lagos, al golpe del sol de los dardos sopesados.
Y tú te sentabas seguro en el puente del carpintero,
seguro de volver a encontrarme en el infinito. Yo
perdí los caminos. Tú aún te debates: yo ya no puedo
recordar que existo. La mezcla es demasiado
fina: el recuerdo demasiado cortante: el ensamble
demasiado vívido. La luna (y ahora puedo verla)
es demasiado triste. La luna cuelga. Yo muero. Los
pájaros se debaten. La enfermedad no tiene derecho
a existir. El pajarraco te persigue. Yo vomito.
Yo, tú –no. Y enormes pinos esperan, en la orilla,
y enormes oleadas de mar; y enormes extensiones de
arena, cansadas y descubiertas, caídas fuera
de la ciudad que las recuerda. Rata de infierno, rata
tropical, rata de insaciable seducción; rata
horizontal rata blanqueada en la memoria, aduenándose
de mis fuerzas. Rata agria y despiadada. Sabia
rata; mercado de ratas. Larga noche de las ratas. Mercado
de ratas y herramientas. Yo soy grande y pequeña
al mismo tiempo: la furia de ustedes me toca y no me
toca. Mi enfermedad es distinta de la de ustedes,
mi santuario no es el de Cristo, y también lo
es, quizás, si acecha demasiado la espada a
mis espaldas.
Y siguiéndome él será manso y puro como los
arcángeles.
Por sus ojos blanquísimos –por sus
miembros limpidísimos, ¡yo voy buscando la gloria!
Por sus miembros dulcísimos, por sus ojos
rapidísimos, yo voy buscando gente que esconda
armas en los matorrales. Por sus ojos blanquísimos,
por su piel levísima por sus ojos
astutísimos, yo voy buscando gente que esconde.
Por sus ojos ligerísimos y por su boca
fuertísima, yo busco gente fortísima, que nos nutra
a él y a mí juntos en la noche entre las blancas alas
de los ángeles fuertísimos dulcísimos ligerísimos.
Encuentren a Hortensia: su mecánica es la soledad
eyaculatoria. Su soledad es la mecánica
eyaculatoria. Encuentren los gestos monstruosos de Hortensia:
su soledad está poblada de espectros, y los
espectros la pueblan de soledad. Y su amor
rumia y no puede salir de la casa. Y por lo tanto
su luz vibra entre los muros, con la luz,
con los espectros, con el amor que no sale de
casa. Con el espectro solo del amor, con el
reflejo del amor, con el desencanto,
el encanto y el frenesí. Busquen a Hortensia: busquen
su vibrante humildad que no sabe darse paz,
y que no encuentra el adiós a nadie, y que siempre
dice adiós a nadie, y a todos se quita
el sombrerito veraniego, con el gesto inusitado de la
piedad. Encuentren a Hortensia que en su soledad
puebla el mundo civil de salvajes. Y el canto
de la guitarra ya no le basta. ¡Y el perdón
de la guitarra a ella ya no le basta! Encuentren a Hortensia
que muere entra las lilas, frágil y olvidada.
Sonriente y frágil entre las lilas del valle
compasión; petrificada. Encuentren a Hortensia que
muere sonriendo detrás de las lilas del valle,
encuéntrenla que muere y sonríe y es extrañamente
feliz, entre las lilas de la villa, del valle
que la ignora. Está poblada su soledad de
espectros y de fábulas, está poblada su alegría de
hierba extraña y extraña flor –que no pierden el olor.
Él reprimía una nueva relación de placer,
él corría al pecho de la mujer amada. ¡Yo repito
las clases de antepasados y padres viejos como los huecos
de las escaleras! ¿A qué sirve mi ser de paja
si tú no vienes con la horquilla a moverme? ¿Si
tú no vienes con las pinzas a moverme? ¿Con
las pinzas de la violencia a rogarme, a moverme,
a esposarme? En toda la luz del sol en toda
la oblicua luz del sol en toda la caridad, en
toda la vida de la nación, en todos los puebluchos
dificilísimos, en todo el mundo putrefacto, existe
un solo yo, existe un solo tú –existe la caridad.
Fluye entre tú y yo en lo subacuático una claridad
que deforma, una claridad que deforma toda pasada
experiencia y la tuerce en un fraseo móvil,
torcido, inexperto, ¡expertísimo lenguaje
de la adolesencia! ¡Dificilísima lengua del pobre!
¡Candente muro del solitario! Desgarrados intentos
canibalescos, oh la serie de las divisiones fuera
del tiempo. Disipa tú si quieres esta débil
vida que no se lamenta. Que queda. Disipa
tú el pudor de mi virginidad; disipa tú
la rendición del cuerpo al enemigo. Disipa mi efigie,
disipa el remo que golpea en la rama separada.
Disipa tú si quieres esta disipada vida disipa
tú mis cambiantes razones, disipa el número
demasiado elevado de pedidos que me agonizan:
disipa el horror, transforma el horror en bien. Disipa
tú si quieres esta débil vida que se lamenta,
pero yo no te encuentro, y no me atrevo a disiparme. Disipa
tú, si puedes, si sabes, si tienes el tiempo
y las ganas, si es el caso, si es posible, si
no débilmente te lamentas, esta vida mía que
no se lamenta. Disipa tú la montaña que me impide
verte o avanzar; nada se puede disipar
que ya no se haya disipado. Disipa tú si
quieres esta débil vida mía que se encanta y
cada pasaje de débil belleza; disipa tú
si quieres mi eterna búsqueda de lo bello y
lo bueno y los parásitos. Disipa tú si puedes
mi juventud; disipa tú si quieres,
o puedes, mi encanto por ti, que no ha terminado:
mi sueño de tí que tú debes secundar a la fuerza,
para disminuir. Disipa tú si puedes la fuerza que
me une a ti: disipa el horror que me vuelve
a ti. Deja que el ardor se haga misericordia,
deja que el coraje se deshaga en minúsculas
partes, deja que al universo expandirse en sus
celdas, deja a la primavera llevarse la
semilla de la indolencia, deja al verano arder
violento e incauto; deja al invierno volver
deshecho y resonante, deja todo –vuelve
a mí; deja al invierno reposar en su lecho
de río seco; deja todo, y vuelve a la
noche delicada de mis manos. Deja el sabor
de la gloria a los demás, deja que el huracán se desahogue.
Deja la inocencia y vuelve a la oscuridad, deja
el encuentro y vuelve a la luz. Deja las manijas
que cubren el sacramento, deja el retraso
que arruina la tarde. Deja, vuelve, paga,
deshace la luz, deshace la noche y el encuentro, deja
nidos de esperanza, y vuelve a la oscuridad, deja creer
que la luz es un eterno parangón.
Quitar a los antiguos ángeles de sus pedestales
de la piedad, quitar los antiguos ángeles de
su pedestal de la fiereza, y tirar todo
al mar. Quitar a los antiguos ángeles que con
el prejuicios se aferran a mis polleras;
quitar todo tipo de ruindad; quitar todo
pentimento; quitar la fiereza y la piedad:
quitar incluso al viento si se aferra a
tu plenitud. Comer, dormir, soñar: no
tomar somníferos. Comer, dormir, soñar
y osar: quitar la antigua vileza, quitar
las vendas de los soldados de las estatuas coronadas
de jardines: quitar la piedad la sangre y
la fiereza. Septiembre ha cerrado sus puertas
sonoras, y la humildad entra allí por un sol congelado.
Si de la sonrisa de tus labios extremos,
si del pliegue de tus labios blandos y fundidos,
se alejase una verdad, yo te llamaría desde
lejos, y desde la lejanía te sonreiría, parecida
a una oveja cerca de un cordero muerto. Si
de tus labios saliese una verdad, yo verdadera
te llamaría para que vinieras a mí, yo verdadera me alejaría
de tus sinuosas remembranzas, y zarparía
otra vez en la lejanía; si de tus sinuosos curvos labios
respondiese otra verdad, yo reposaría tranquila,
en tus brazos. Abrazado yo lo había tenido, y si
los blandos flecos de su juventud no se quebraban
a mi abrazo, yo no moría. Pero si abrazada
yo la había tenido, entonces abrazada yo la había tenido en una
agonía de vida que se atenua a cada canto de las
calles demasiado estrechas. Y si abrazada yo la había
tenido contra el muro de mis mentiras, entonces
abrazada yo la había tenido sin un sollozo de amor.
Y ahora que la tuve abrazada, se me vuelve a ver
en la cabeza un sollozo de vida perdida, el
salmo de la juventud. Entonces abrazada yo la había tenido
sin amor, la gratitud perdida entre las piedras
robadas. El infierno me perseguía mientras lo abrazaba
tenso como una brizna de paja lamentablemente satisfecho
de un establo miserable. Y que la noche baje
amorosa sobre él y estreche despectiva mi
vejez sin amor. Pero si de tu vacuidad
no sale amor alguno, no me quedo, extendidos
los brazos al sol, extendidos tus brazos
sin amor. Abrazada yo la había tenido en un abrazo
sin amor, en una noche sin fin, sin
fin de amor. Y yo te llamo te llamo te llamo
sirena, estoy solo. Y tú tocas y vuelves a tocar y
vuelves a tocar y vuelves a tocar o quimera. Y por eso te llamo
y te llamo y te llamo quimera. Y te llamo
y te llamo y te llamo sirena.
Pero ninguna fuente de belleza surgía de
tus grotescos brazos que yo no tocase, con
cuidado y diligencia. ¡Que yo no tocase! ¡Que yo
no rogase! ¡Que yo encontrase! Estandartes altos
y en llamas volvimos a izar al encuentro de la primavera
con la bestia, al vuelo del aeroplano con el
piloto, al lacre con el escurridizo papel
que lo mantiene: estandartes quiero izar en una
terrible frotación de beldad y rencor, en una
tardía pirámide de verano, en testarudos anuncios
de potencia: en un simple, testarudo amor: en un dificultoso
ruego, en una traducida pena. En un claro rencor,
en un delicado estrato de porvenir contenido sin
expectativa en el presente. En un cansado atardecer,
en una verdadera batalla –por una banda de jóvenes amigos,
bandidos, vestidos como en la desastrosa noche que
fueron desgarrados los plomos, fueron asesinados
los restos, fueron depositadas las bondades.
Si los veinte años te amenazan, Esterina, lleva
alguna brizna de hierba para que me doble a mí también, y
yo seria y pronta me inclinaré a tus polleras
de sabia muchacha, demasiado estrecho el paso
por tu cuerpo alegre. Detrás de tu barra
de usureros precisos y absurdos (los pobres con
la garra sabia en su antiestética diferencia),
detrás de cada lamento de belleza, detrás de la
puerta que no se abre, detrás de la fuente seca
al sol, linternas verdes y oscuras y amarillentas llevan
hasta el monte de la piedad, hasta el castillo milagrosamente
esculpido por los curas malvados. Mis veinte años
me amenazan, Esterina, con su verde desastre,
con su luz violeta y verde claro, rociada
de agonías; luces, nubes deshechas y encadenadas,
encadenadas por la limpidez de Dios, decoloran
el aire que no tiene límites, el pequeño arroyo,
la grave rotura. Pero tú no eres de esos
que quedan encantados por el paisaje. Vuelve a tus cantos
del caballo que sabía muy bien la historia de la
raza de su bisabuela. Esterina, tus veinte años
te miden las cavidades orales y auriculares; Esterina,
tu boca colgante demuestra que tú estás entre
las muchachas más cansadas que sirven detrás
de las barras. Y tú te has llevado el azadón al cuello,
atravesado de media lunas. Te busco en otro
andén: te busco en el campo desierto.
La verde prepotencia de tu milagro es para mí la
primera línea incandescente de mi corazón, mi
espalda infalible. La muerta colina, desierto
agigantado por tu partida –¡la luz que me
fulgura demasiado dura el ojo seco! El pensamiento
de tí me injuria, el duro pensamiento de ti real
me disminuía la alegría de ti real, más verdadera
que tu veradera vivida visión, más lúcida que
tu vivida demostración, más lúcida que tu
lúcida vida verdadera que yo no veo. ¡De la soledad
el hueco de las escaleras! La tétrica chichería de la
caridad; el tuberculoso jadear; la corta flecha
que envenena.
Bien fortificada bajo la lluvia, bien sometida
al dolor, bien entregada entre los tantos filtos
de las experiencias –saber que la luz es tu madre,
y el sol es casi tu padre, y los miembros,
tus hijos. Saber y callar y hablar y vibrar
y olvidar y volver a encontrar la sombra de Jesús que supo
tomar el desvío fuera de la miseria, en tiempo justo
por la carne de Dios, por el espíritu de Dios, por
la excelencia de sus frases, sus respuestas
encarnizadamente perfectas, su espíritu errante.
Saber que la verídica cima canta en un transporte
que tú no siempre puedes tocar: saber que cada
pedazo de tu carne es ansiada por los perros, detrás de
la tienda de los adioses, detrás de las lágrimas del solitario,
detrás de la importancia del nuevo sol que apenas
apenas sirve de compañía si estás solo. Ruina
la casa a la que te lleva la guardia, ruina el pájaro
que no sueña con quedarse en tu nido preparado,
ruina la tinta que se burla de tu
ingratitud, ruina los angelitos que no
saben dónde te has escondido los angelitos que no
saben temer.