Eamon Grennan, Dublín, 22 de enero 1941
Versión Gerardo Gambolini
Cuatro ciervos
Cuatro ciervos alzan hacia mí sus gráciles cabezas
en la penumbra de la cancha de golf que debo atravesar
camino a casa. Están pastando la hierba húmeda
que ha dejado la nieve y me observan, inmóviles como estatuas,
en profundo silencio, y yo veo toda la luz que hay
concentrada en los charcos cristalinos de sus ocho apacibles,
apenas curiosos, pero prudentes ojos. Cuando de a uno a la vez
se inclinan para seguir comiendo puedo oír el frágil y húmedo
crujir entre sus dientes del pasto que la nieve no dañó, e imagino el lento
lamido de una lengua
contra labios que resoplan. Vinieron de los oscuros
rincones invernales de su miedo para hallar
una estación fresca, este obsequio anticipado, y están
casi tranquilos al borde de nieve blanca
lamiendo el dulce y raleado pasto verde gris. Una impresión
casi doméstica emana de la escena, la confortable
quietud del clan reunido en casa, un algo familiar
que siento a pesar del gran abismo de extrañeza
que debemos pasar por alto entre nosotros. Los rabos
se mueven, blancos, en el crepúsculo que avanza; percibo
la placidez de los ciervos al contacto de la nieve fría en el suelo
mientras hocican la hierba, como si, igual que pájaros,
hubieran atravesado desiertos indecibles sin otra cosa que hambre
dirigiendo su mente y llevándolos de hoja en hoja seca
y ácidas tiras de corteza, bajo un estruendo de armas,
hasta el frío solaz de las primeras tinieblas. He visto
sus rectas formaciones abatidas, resquebrajadas en los campos de nieve
bajo la tormenta, una fila india de nativos hambrientos,
pobres vagabundos por los que no se ruega
bajo el frío enceguecedor, náufragos curtidos en busca
de puertos de origen, que hallaron al fin, aquí
al umbral del invierno, entre nuestras casas y sus árboles.
Imprevistamente, me he acercado demasiado.
Moviéndose como una sola conciencia saltan en ondas silenciosas
sobre la hierba, henden luego la nieve con fuertes chasquidos,
alejándose ágiles hacia el refugio de un pinar
donde se quedan mirándome, una familia de espectros
con figura de ciervos
contra la bóveda más oscura de los árboles y este crepúsculo
enmohecido. Cuando el silencio se posa de nuevo sobre nosotros
y ellos se inclinan a pastar, el sonido del pasto lamido,
masticado, me llega a través del espacio que nos separa. Bastante
cerca para distenderse, ven que mantengamos, instintivamente,
nuestra distancia, compartiendo el aire cuyos últimos
fragmentos de luz se reflejan en pequeños charcos de nieve derretida
o esparcen una capa de brillo sobre el hielo, el hielo que se endurece a
medianoche
bajo el claro resplandor magnésico de la primera estrella.
Versión Gerardo Gambolini
Cuatro ciervos
Cuatro ciervos alzan hacia mí sus gráciles cabezas
en la penumbra de la cancha de golf que debo atravesar
camino a casa. Están pastando la hierba húmeda
que ha dejado la nieve y me observan, inmóviles como estatuas,
en profundo silencio, y yo veo toda la luz que hay
concentrada en los charcos cristalinos de sus ocho apacibles,
apenas curiosos, pero prudentes ojos. Cuando de a uno a la vez
se inclinan para seguir comiendo puedo oír el frágil y húmedo
crujir entre sus dientes del pasto que la nieve no dañó, e imagino el lento
lamido de una lengua
contra labios que resoplan. Vinieron de los oscuros
rincones invernales de su miedo para hallar
una estación fresca, este obsequio anticipado, y están
casi tranquilos al borde de nieve blanca
lamiendo el dulce y raleado pasto verde gris. Una impresión
casi doméstica emana de la escena, la confortable
quietud del clan reunido en casa, un algo familiar
que siento a pesar del gran abismo de extrañeza
que debemos pasar por alto entre nosotros. Los rabos
se mueven, blancos, en el crepúsculo que avanza; percibo
la placidez de los ciervos al contacto de la nieve fría en el suelo
mientras hocican la hierba, como si, igual que pájaros,
hubieran atravesado desiertos indecibles sin otra cosa que hambre
dirigiendo su mente y llevándolos de hoja en hoja seca
y ácidas tiras de corteza, bajo un estruendo de armas,
hasta el frío solaz de las primeras tinieblas. He visto
sus rectas formaciones abatidas, resquebrajadas en los campos de nieve
bajo la tormenta, una fila india de nativos hambrientos,
pobres vagabundos por los que no se ruega
bajo el frío enceguecedor, náufragos curtidos en busca
de puertos de origen, que hallaron al fin, aquí
al umbral del invierno, entre nuestras casas y sus árboles.
Imprevistamente, me he acercado demasiado.
Moviéndose como una sola conciencia saltan en ondas silenciosas
sobre la hierba, henden luego la nieve con fuertes chasquidos,
alejándose ágiles hacia el refugio de un pinar
donde se quedan mirándome, una familia de espectros
con figura de ciervos
contra la bóveda más oscura de los árboles y este crepúsculo
enmohecido. Cuando el silencio se posa de nuevo sobre nosotros
y ellos se inclinan a pastar, el sonido del pasto lamido,
masticado, me llega a través del espacio que nos separa. Bastante
cerca para distenderse, ven que mantengamos, instintivamente,
nuestra distancia, compartiendo el aire cuyos últimos
fragmentos de luz se reflejan en pequeños charcos de nieve derretida
o esparcen una capa de brillo sobre el hielo, el hielo que se endurece a
medianoche
bajo el claro resplandor magnésico de la primera estrella.