Mariano Pini, Bajo Flores, 23 de marzo 1980
Era una virgen llorando sangre
Era una virgen llorando sangre.
Ante ella se hincaban los pálidos tigres de overol,
las estrellas de temblor de arena,
espantapájaros de huesos y párpados colgando
y un rinoceronte de papel maché. Juro que los vi.
Era una virgen sosteniendo una guitarra.
Era una dulce comerciante de guirnaldas. Era una ministra.
Un albatros de fuego, un péndulo de luz.
Me tuvo en un costado de su hiel.
Dentro de su caja de niebla musical.
Era una diosa quitándose el pellejo,
pasando por el agua hirviendo de una calle de arrabal,
comiendo uvas del patio de mis huesos,
lamiéndome la cal, la harina gris
de mi pan de octubre al desmayar.
Para el banquete de su adiós, mis piernas de ceniza.
Para su boca de rubíes indomables, mi pálido gesto de cartón.
Ahora se ríe en ese altar.
Dicen que de noche baja y entra a los boliches,
que sumerge su cuerpo de sirena musical
en la ginebra espesa de cada pulpería,
que así los emborracha. Que así los envenena.
Que se come el corazón de todo el paisanaje
con su risa plebeya de jazmín angelical.
Dicen que guarda corazones en frascos amarillos
previamente desinfectados con el humo de mi alcohol.
Al mío lo tiene en un lugar preferencial,
de noche se oye latir en la mesa de luz.
Yo soy uno más que tarde a tarde llega en procesión.
Vengo a buscar lo que me pertenece.
Pido nada más por lo que es mío.
Y ella se inclina, con su cara de perra fantasmal,
enciende un cigarrillo con la luz del fuego que me queda.
Juro que era de verdad, tenía los muslos de un azul feroz.
Era la hijastra de un violín tocado por un loco.
Era una virgen llorando sangre.
foto de Gabriel Guerra Bianchini
Era una virgen llorando sangre
Era una virgen llorando sangre.
Ante ella se hincaban los pálidos tigres de overol,
las estrellas de temblor de arena,
espantapájaros de huesos y párpados colgando
y un rinoceronte de papel maché. Juro que los vi.
Era una virgen sosteniendo una guitarra.
Era una dulce comerciante de guirnaldas. Era una ministra.
Un albatros de fuego, un péndulo de luz.
Me tuvo en un costado de su hiel.
Dentro de su caja de niebla musical.
Era una diosa quitándose el pellejo,
pasando por el agua hirviendo de una calle de arrabal,
comiendo uvas del patio de mis huesos,
lamiéndome la cal, la harina gris
de mi pan de octubre al desmayar.
Para el banquete de su adiós, mis piernas de ceniza.
Para su boca de rubíes indomables, mi pálido gesto de cartón.
Ahora se ríe en ese altar.
Dicen que de noche baja y entra a los boliches,
que sumerge su cuerpo de sirena musical
en la ginebra espesa de cada pulpería,
que así los emborracha. Que así los envenena.
Que se come el corazón de todo el paisanaje
con su risa plebeya de jazmín angelical.
Dicen que guarda corazones en frascos amarillos
previamente desinfectados con el humo de mi alcohol.
Al mío lo tiene en un lugar preferencial,
de noche se oye latir en la mesa de luz.
Yo soy uno más que tarde a tarde llega en procesión.
Vengo a buscar lo que me pertenece.
Pido nada más por lo que es mío.
Y ella se inclina, con su cara de perra fantasmal,
enciende un cigarrillo con la luz del fuego que me queda.
Juro que era de verdad, tenía los muslos de un azul feroz.
Era la hijastra de un violín tocado por un loco.
Era una virgen llorando sangre.
foto de Gabriel Guerra Bianchini