Jorge Eduardo Eielson, Lima, 13 de abril 1924 – Milán, 8 de marzo 2006
La sangre y el vino de Pablo
Pablo comía, dormía o cantaba siempre, seguro de mi llanto.
Yo sé que en el paraíso hay una silla vacía para quien jamás
ha llorado:
aquélla es la silla de Pablo.
Otras veces, mientras yo comía, cantaba o dormía, Pablo
lloraba amargamente.
Lloraba su pobreza, sus deseos insaciables, su hambre y su
sed, su gigantesco cuerpo cubierto por la sangre de un
caballo o de un buey. Yo sé que en el paraíso hay una silla
vacía para quien mucho ha llorado:
aquélla es la silla de Pablo.
Porque mi nombre es Pedro, y trabajo día y noche dentro del
ojo del Señor.
Mi misión es conocer a Pablo, iluminar a Pablo, hacerme
amar por Pablo.
A través del ojo del Señor.
Pablo, en cambio, trabajaba en una carnicería.
El corazón de las bestias era su vida.
Cuando su cabeza dorada asomaba, la sangre empezaba a
correr, una lluvia roja cubría los muros de mi habitación.
¡Qué noches duras, repletas por la sangre de Pablo, por la
tristeza de Pablo!
Los cielos gritaban su nombre:
¡Pablo, Pablo, tanta sangre se acabará!
Pero Pablo era sordo.
Los luceros y el sol aún fresco le repetían:
¡Pablo, Pablo, nuestro esplendor es el tuyo!
Pero Pablo era ciego.
Las plantas y las flores de la tierra lo acariciaban llorando:
¡Pablo, Pablo, nuestro perfume y nuestros frutos sólo existen
para ti!
Pero Pablo no oía, no veía, no sentía.
Yo me miraba en Pablo como en un espejo:
él era mi imagen muda, ciega, sorda, sin paladar y sin tacto.
Seguro de mi fragilidad y de su fuerza, Pablo me miraba
estúpidamente desde su universo tristísimo y hediondo,
como desde una esfera deslumbrante:
el matadero de Testaccio.
Todas las noches, armado de un cuchillo y una maza, Pablo
cumplía con su destino:
lo imaginaba entonces sentado junto a la cabeza de un
becerro,
arrodillado ante un carnero dulce como ante un abanico de
huesos y lana tibia,
acariciando a un toro solemne, dando de comer a los cerdos
en la boca,
luchando suavemente, victorioso, con una vaca parturienta.
Luego el traidor, enceguecido, como un bestial arcángel
devorador de carne y huesos, clavaba su espada redentora
entre los ojos de una oveja y derramaba un balde de agua
hirviente sobre su cadáver.
Satisfecho de su crimen, el ángel exterminador se arrojaba
palpitante contra los muros altísimos del matadero,
tratando de ganar las colinas verdes y el cielo lento y
seguro de Testaccio.
Pero el sagrado asesino, sin tregua, volvía a caer como una
mariposa indefensa entre los cuernos y las patas de sus
víctimas.
Acusado por un tribunal de bueyes negros, tendido en un
charco de sangre, Pablo se defendía blandiendo sus armas
a diestra y siniestra,
buscando justicia en los ojos de un caballo blanco,
arrancando las entrañas a los cerdos en busca de la luz divina,
demoliendo las tinieblas con su cuerpo ciego,
brutalmente cubierto por los excrementos, la sangre y la
orina.
Tendido en el pavimento, incapaz de pronunciar una palabra,
el gigante rendía cuenta de sus actos con su cuerpo,
moviendo
brazos y piernas sin descanso, como si el resorte áureo y
supremo
del universo se agitara en su ombligo, oprimido por los
remordimientos.
Sólo hacia el alba sus miembros se detenían nuevamente,
semejantes a las aspas de un molino.
Agobiado por el esfuerzo, sudoroso, cubierto de sangre,
abandonaba el matadero, bebía un café caliente en el
camino y desaparecía luego en su terrible morada, como
una rata.
Habituado a las tinieblas y a la continua, feroz batalla, sus
sentimientos lo habían abandonado casi por completo:
sólo su garganta, de cuando en cuando, sin que nadie la
escuchara, una sola palabra lograba articular con esfuerzo:
¡Pedro!
¿Cómo comprender a Pablo, Dios mío, si Pablo era semejante a
mí como un hermano gemelo?
Sin embargo, cuando él alzaba su maza sobre la aterrada
cabeza de una bestia, era yo que me desplomaba agonizante;
cuando él reía sin motivo, acostado sobre sus inmundicias
como un horrendo muñeco, era yo que sufría profundamente
cuando él miraba el cielo y no encontraba sino grandes
volúmenes ardientes, inservible vacío y gases devastadores,
era yo que veía al Señor omnipotente.
¡Pobre Pablo, hermano mío! –me decía llorando- ¿hasta
cuándo seguirá girando para ti este sol esplendoroso, este
planeta florido que tú nunca has contemplado?
El diamante buscaba sus pies como los clavos al imán;
los duraznos encendidos del verano lo rodeaban, conforme
las moscas rodeaban a los duraznos maduros, pero Pablo
seguía plantando su cuchillo todas las noches en la
garganta pura del Señor, como quien obedece a órdenes
invisibles
Sólo sus borracheras llenaban el mundo de centellas.
Solitario, todo el cielo desembocaba en sus ojos abiertos
como dos cucharas de oro derretido.
Bruscamente el color turquesa cesaba a su alrededor:
un párpado inmenso acababa de cerrarse y la oscuridad lo
oprimía.
Desde el ojo del Señor, a mi vez ciego de felicidad, yo acudía a
la cita gritando:
¡Pablo, Pablo, la carne de las bestias te perdona, regresa a mi
lado, hermano mío!
Pero Pablo miraba inútilmente hacia arriba, como un idiota:
sobre la tiniebla de las cosas el sol pendía dulce como una
naranja solitaria;
en el silencio perfecto los perfumes subterráneos surgían
como dardos.
Yo, siempre invisible a sus sentidos, creía oír su respuesta en
un murmullo:
Todo es inútil, Pedro –me decía- mi cuchillo es necesario y
verdadero como la sangre que él derrama.
Déjame morirme de mi propio cuchillo, de mi propia sangre
maldecida.
Y luego, como enloquecido:
¡Pedro, Pedro –gritaba- mi corazón es el fin de mi cuerpo!
Y yo respondía:
¡No, Pablo, no, tu corazón es tu cuerpo!
¡Pedro, Pedro, el amor es mi enemigo!
Y yo nuevamente:
¡No, Pablo, el amor es tu sangre, tu respiración, tu fuerza!
Pablo cantaba entonces, casi sin abrir la boca:
a medida que el vino penetra en mi corazón,
a medida que el vino penetra en mi corazón,
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
el tiempo corre, yo corro contigo,
las aves cantan, yo canto contigo,
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
Tengo un hermano con su luz encima,
Tengo un hermano parecido a Dios,
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
Luego callaba de golpe, escupía rabiosamente al centro
puro de la noche, se llevaba una mano al corazón como quien
acaricia a un pájaro herido y caía a tierra, fulminado.
Y yo, cuya misión era conocer a Pablo, iluminar a Pablo,
hacerme amar por Pablo, caía igualmente sin fuerzas,
cansado de
llorar por un asesino, cansado de tanto delirio y de tanto
vino, de
tanta sangre inexplicable.
Dispuesto a reiniciar mi llanto al día siguiente, cuando Pablo,
vencido por el amanecer, se hubiera levantado una vez más de
entre las sombras de la tierra.
La sangre de las bestias, entre tanto, seguiría corriendo y
corriendo.
La sangre y el vino de Pablo
Pablo comía, dormía o cantaba siempre, seguro de mi llanto.
Yo sé que en el paraíso hay una silla vacía para quien jamás
ha llorado:
aquélla es la silla de Pablo.
Otras veces, mientras yo comía, cantaba o dormía, Pablo
lloraba amargamente.
Lloraba su pobreza, sus deseos insaciables, su hambre y su
sed, su gigantesco cuerpo cubierto por la sangre de un
caballo o de un buey. Yo sé que en el paraíso hay una silla
vacía para quien mucho ha llorado:
aquélla es la silla de Pablo.
Porque mi nombre es Pedro, y trabajo día y noche dentro del
ojo del Señor.
Mi misión es conocer a Pablo, iluminar a Pablo, hacerme
amar por Pablo.
A través del ojo del Señor.
Pablo, en cambio, trabajaba en una carnicería.
El corazón de las bestias era su vida.
Cuando su cabeza dorada asomaba, la sangre empezaba a
correr, una lluvia roja cubría los muros de mi habitación.
¡Qué noches duras, repletas por la sangre de Pablo, por la
tristeza de Pablo!
Los cielos gritaban su nombre:
¡Pablo, Pablo, tanta sangre se acabará!
Pero Pablo era sordo.
Los luceros y el sol aún fresco le repetían:
¡Pablo, Pablo, nuestro esplendor es el tuyo!
Pero Pablo era ciego.
Las plantas y las flores de la tierra lo acariciaban llorando:
¡Pablo, Pablo, nuestro perfume y nuestros frutos sólo existen
para ti!
Pero Pablo no oía, no veía, no sentía.
Yo me miraba en Pablo como en un espejo:
él era mi imagen muda, ciega, sorda, sin paladar y sin tacto.
Seguro de mi fragilidad y de su fuerza, Pablo me miraba
estúpidamente desde su universo tristísimo y hediondo,
como desde una esfera deslumbrante:
el matadero de Testaccio.
Todas las noches, armado de un cuchillo y una maza, Pablo
cumplía con su destino:
lo imaginaba entonces sentado junto a la cabeza de un
becerro,
arrodillado ante un carnero dulce como ante un abanico de
huesos y lana tibia,
acariciando a un toro solemne, dando de comer a los cerdos
en la boca,
luchando suavemente, victorioso, con una vaca parturienta.
Luego el traidor, enceguecido, como un bestial arcángel
devorador de carne y huesos, clavaba su espada redentora
entre los ojos de una oveja y derramaba un balde de agua
hirviente sobre su cadáver.
Satisfecho de su crimen, el ángel exterminador se arrojaba
palpitante contra los muros altísimos del matadero,
tratando de ganar las colinas verdes y el cielo lento y
seguro de Testaccio.
Pero el sagrado asesino, sin tregua, volvía a caer como una
mariposa indefensa entre los cuernos y las patas de sus
víctimas.
Acusado por un tribunal de bueyes negros, tendido en un
charco de sangre, Pablo se defendía blandiendo sus armas
a diestra y siniestra,
buscando justicia en los ojos de un caballo blanco,
arrancando las entrañas a los cerdos en busca de la luz divina,
demoliendo las tinieblas con su cuerpo ciego,
brutalmente cubierto por los excrementos, la sangre y la
orina.
Tendido en el pavimento, incapaz de pronunciar una palabra,
el gigante rendía cuenta de sus actos con su cuerpo,
moviendo
brazos y piernas sin descanso, como si el resorte áureo y
supremo
del universo se agitara en su ombligo, oprimido por los
remordimientos.
Sólo hacia el alba sus miembros se detenían nuevamente,
semejantes a las aspas de un molino.
Agobiado por el esfuerzo, sudoroso, cubierto de sangre,
abandonaba el matadero, bebía un café caliente en el
camino y desaparecía luego en su terrible morada, como
una rata.
Habituado a las tinieblas y a la continua, feroz batalla, sus
sentimientos lo habían abandonado casi por completo:
sólo su garganta, de cuando en cuando, sin que nadie la
escuchara, una sola palabra lograba articular con esfuerzo:
¡Pedro!
¿Cómo comprender a Pablo, Dios mío, si Pablo era semejante a
mí como un hermano gemelo?
Sin embargo, cuando él alzaba su maza sobre la aterrada
cabeza de una bestia, era yo que me desplomaba agonizante;
cuando él reía sin motivo, acostado sobre sus inmundicias
como un horrendo muñeco, era yo que sufría profundamente
cuando él miraba el cielo y no encontraba sino grandes
volúmenes ardientes, inservible vacío y gases devastadores,
era yo que veía al Señor omnipotente.
¡Pobre Pablo, hermano mío! –me decía llorando- ¿hasta
cuándo seguirá girando para ti este sol esplendoroso, este
planeta florido que tú nunca has contemplado?
El diamante buscaba sus pies como los clavos al imán;
los duraznos encendidos del verano lo rodeaban, conforme
las moscas rodeaban a los duraznos maduros, pero Pablo
seguía plantando su cuchillo todas las noches en la
garganta pura del Señor, como quien obedece a órdenes
invisibles
Sólo sus borracheras llenaban el mundo de centellas.
Solitario, todo el cielo desembocaba en sus ojos abiertos
como dos cucharas de oro derretido.
Bruscamente el color turquesa cesaba a su alrededor:
un párpado inmenso acababa de cerrarse y la oscuridad lo
oprimía.
Desde el ojo del Señor, a mi vez ciego de felicidad, yo acudía a
la cita gritando:
¡Pablo, Pablo, la carne de las bestias te perdona, regresa a mi
lado, hermano mío!
Pero Pablo miraba inútilmente hacia arriba, como un idiota:
sobre la tiniebla de las cosas el sol pendía dulce como una
naranja solitaria;
en el silencio perfecto los perfumes subterráneos surgían
como dardos.
Yo, siempre invisible a sus sentidos, creía oír su respuesta en
un murmullo:
Todo es inútil, Pedro –me decía- mi cuchillo es necesario y
verdadero como la sangre que él derrama.
Déjame morirme de mi propio cuchillo, de mi propia sangre
maldecida.
Y luego, como enloquecido:
¡Pedro, Pedro –gritaba- mi corazón es el fin de mi cuerpo!
Y yo respondía:
¡No, Pablo, no, tu corazón es tu cuerpo!
¡Pedro, Pedro, el amor es mi enemigo!
Y yo nuevamente:
¡No, Pablo, el amor es tu sangre, tu respiración, tu fuerza!
Pablo cantaba entonces, casi sin abrir la boca:
a medida que el vino penetra en mi corazón,
a medida que el vino penetra en mi corazón,
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
el tiempo corre, yo corro contigo,
las aves cantan, yo canto contigo,
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
Tengo un hermano con su luz encima,
Tengo un hermano parecido a Dios,
¡oée, oée, ay qué esplendor, ay qué esplendor!
Luego callaba de golpe, escupía rabiosamente al centro
puro de la noche, se llevaba una mano al corazón como quien
acaricia a un pájaro herido y caía a tierra, fulminado.
Y yo, cuya misión era conocer a Pablo, iluminar a Pablo,
hacerme amar por Pablo, caía igualmente sin fuerzas,
cansado de
llorar por un asesino, cansado de tanto delirio y de tanto
vino, de
tanta sangre inexplicable.
Dispuesto a reiniciar mi llanto al día siguiente, cuando Pablo,
vencido por el amanecer, se hubiera levantado una vez más de
entre las sombras de la tierra.
La sangre de las bestias, entre tanto, seguiría corriendo y
corriendo.