Gabriel Celaya, Hernani, 18 de marzo 1911-Madrid, 18 de abril 1991
La experiencia de Tchou-Hi
Todo se corresponde matemáticamente:
los cinco colores del verde al rojo-blanco
con que se viste el Rey según la edad del año
en el curso ritual de la Casa Ming T’ang
por los cuatro recintos de las cuatro estaciones
y, en la cruz de los cuatro, por el recinto-centro
de la única estación pues todo en torno gira.
Todo está en relación, y arriba, lo de abajo:
las cinco notas puras — Kong, tche, chang, yu, kio —
y los cinco elementos: agua fuego madera,
metal sonoro y tierra. No añado relaciones
que el rey Wen introdujo, herético, en la escala.
Hablo de lo evidente, que fijó Houai-Nau-Tsen.
Los números sagrados, musicales y a un tiempo
matemático –astrales, son contra discusión,
(pese a las correcciones que arriesgó Sen Ma-T’sien)
y lo digo sin ritmo porque los números cantan:
ochenta y cinco, cincuenta y cuatro, setenta y dos,
cuarenta y ocho, setenta y cuatro, cuarenta y dos,
cincuenta y siete, cuarenta y seis, cincuenta y uno,
sesenta y ocho, cuarenta y cinco y sesenta.
No declaro a lo loco. Son las claves chinas.
A partir de estas claves pueden establecerse
las larguras correctas de los tubos sonoros,
que dan nueve, seis y ocho, para los tres primeros;
luego, para los otros, según se multipliquen
por nueve en ciertos casos, por ocho en los restantes.
Todo se corresponde: la música y los cielos,
y las ocho trigramas en rosa octogonal,
y las cuatro estaciones, con las doce notas
que dan los doce tubos denominados lyu,
de acuerdo con la estrella de doce orientaciones
que fue reglamentada por Lu-Pou-Wei, según
los mágicos cuadrados, pues cabe calcular
y ver —cifra por cifra— relaciones que son
científico-astrológicas, y además establecen
el orden de los cantos y la paz de los reinos.
Mas cuando ya se había descubierto el secreto
de las correspondencias, se había corregido
algún que otro defecto de los lyu y del gnomon,
y la medida exacta del primer lyu, houang tchong,
surgió el escepticismo. Fue en tiempo de los Han.
Se cumplían los ritos pero nadie creía
en la correspondencia de los lyu y de la sombra
del gnomon, los trigramas, la rosa de los vientos,
la música y la ciencia del calendario astral.
Y entonces, cuando nadie creía y disfrazaba
su duda de respeto, se probó la poesía.
Fue Tchou-Hi quien dispuso la experiencia maestra
que después comprobaron cientos de observatorios.
He aquí las condiciones para efectuar la prueba.
Dispóngase un recinto cuadrado, dos por dos,
como estable es la tierra, con un techo redondo
como el de la tortuga, o yin impar, el cielo.
La puerta será triple con nueve cerraduras
y llaves diferentes que serán enviadas
a quienes no se nombra, por agentes secretos.
Bajo la claraboya se tenderá una seda
que tamice la luz de rojo-amarillento.
Habrá doce ventanas protegidas del ruido
y el contacto exterior, y estarán orientadas
según las direcciones del cielo y los trigramas.
Ante cada ventana, se dispondrá una mesa
ligera, de bambú, que deberá ser baja
hacia adentro, y más alta hacia fuera, en diez grados.
Sobre estas doce mesas, los lyu de jade rosa
estarán colocados según las direcciones
cosmográficas que antes se habrán establecido
tras de estudiar el año y el estado del reino.
Dentro de cada tubo sonoro se pondrán
cenizas impalpables de médula de saúco.
El suelo deberá ser de diorita negra,
tan limpia y bien pulida que los más leves rastros
de los soplos astrales puedan ser perceptibles
en forma de polvillo, como huella esparcida
del sistema en funciones de música infra-roja,
y las correspondencias que el hombre no registra.
Ni el más pequeño ruido turbará esta clausura.
Ni la respiración de un hombre, ni en su ausencia,
el deseo de entrar, que entraría en fantasma.
Sólo se recomienda silencio enrarecido,
absoluta quietud cargada de inminencia,
silencio y más silencio, y ¡oh¡!, inteligencia.
Cientos de observatorios chinos han repetido
milenio tras milenio, la experiencia que explica
en su Apartado Doce, la obra “Lyu Li Yong Thong”.
Lo que a mí me sorprende son ciertas dudas tontas.
Tocando el violín se puede conseguir
que las copas que estaban dentro de los armarios
se llenen de un licor amatista-nocturno
que brota natural, mas yo no bebería.
Mirándose al espejo, no diré lo que ocurre.
Si uno va por la calle, sin pensar demasiado,
tropieza con milagros. Es el azar, nos dicen.
¿Por qué el azar?, pregunto. Todo está calculado,
y al fin lo que llamamos azar puede ser algo
deseado y, por eso, sin pensar provocado;
y auto-descubrimiento, los llamados misterios.
Por eso en estos versos, yo saludo a Tchou-Hi
y trato de aplicar su método heou-khi
a nuevas experiencias que sé, demostrarán
de un modo positivo, fácil y comprobable
que no es la poesía sólo un juego verbal
sino algo peligroso, por físico y astral.
La experiencia de Tchou-Hi
Todo se corresponde matemáticamente:
los cinco colores del verde al rojo-blanco
con que se viste el Rey según la edad del año
en el curso ritual de la Casa Ming T’ang
por los cuatro recintos de las cuatro estaciones
y, en la cruz de los cuatro, por el recinto-centro
de la única estación pues todo en torno gira.
Todo está en relación, y arriba, lo de abajo:
las cinco notas puras — Kong, tche, chang, yu, kio —
y los cinco elementos: agua fuego madera,
metal sonoro y tierra. No añado relaciones
que el rey Wen introdujo, herético, en la escala.
Hablo de lo evidente, que fijó Houai-Nau-Tsen.
Los números sagrados, musicales y a un tiempo
matemático –astrales, son contra discusión,
(pese a las correcciones que arriesgó Sen Ma-T’sien)
y lo digo sin ritmo porque los números cantan:
ochenta y cinco, cincuenta y cuatro, setenta y dos,
cuarenta y ocho, setenta y cuatro, cuarenta y dos,
cincuenta y siete, cuarenta y seis, cincuenta y uno,
sesenta y ocho, cuarenta y cinco y sesenta.
No declaro a lo loco. Son las claves chinas.
A partir de estas claves pueden establecerse
las larguras correctas de los tubos sonoros,
que dan nueve, seis y ocho, para los tres primeros;
luego, para los otros, según se multipliquen
por nueve en ciertos casos, por ocho en los restantes.
Todo se corresponde: la música y los cielos,
y las ocho trigramas en rosa octogonal,
y las cuatro estaciones, con las doce notas
que dan los doce tubos denominados lyu,
de acuerdo con la estrella de doce orientaciones
que fue reglamentada por Lu-Pou-Wei, según
los mágicos cuadrados, pues cabe calcular
y ver —cifra por cifra— relaciones que son
científico-astrológicas, y además establecen
el orden de los cantos y la paz de los reinos.
Mas cuando ya se había descubierto el secreto
de las correspondencias, se había corregido
algún que otro defecto de los lyu y del gnomon,
y la medida exacta del primer lyu, houang tchong,
surgió el escepticismo. Fue en tiempo de los Han.
Se cumplían los ritos pero nadie creía
en la correspondencia de los lyu y de la sombra
del gnomon, los trigramas, la rosa de los vientos,
la música y la ciencia del calendario astral.
Y entonces, cuando nadie creía y disfrazaba
su duda de respeto, se probó la poesía.
Fue Tchou-Hi quien dispuso la experiencia maestra
que después comprobaron cientos de observatorios.
He aquí las condiciones para efectuar la prueba.
Dispóngase un recinto cuadrado, dos por dos,
como estable es la tierra, con un techo redondo
como el de la tortuga, o yin impar, el cielo.
La puerta será triple con nueve cerraduras
y llaves diferentes que serán enviadas
a quienes no se nombra, por agentes secretos.
Bajo la claraboya se tenderá una seda
que tamice la luz de rojo-amarillento.
Habrá doce ventanas protegidas del ruido
y el contacto exterior, y estarán orientadas
según las direcciones del cielo y los trigramas.
Ante cada ventana, se dispondrá una mesa
ligera, de bambú, que deberá ser baja
hacia adentro, y más alta hacia fuera, en diez grados.
Sobre estas doce mesas, los lyu de jade rosa
estarán colocados según las direcciones
cosmográficas que antes se habrán establecido
tras de estudiar el año y el estado del reino.
Dentro de cada tubo sonoro se pondrán
cenizas impalpables de médula de saúco.
El suelo deberá ser de diorita negra,
tan limpia y bien pulida que los más leves rastros
de los soplos astrales puedan ser perceptibles
en forma de polvillo, como huella esparcida
del sistema en funciones de música infra-roja,
y las correspondencias que el hombre no registra.
Ni el más pequeño ruido turbará esta clausura.
Ni la respiración de un hombre, ni en su ausencia,
el deseo de entrar, que entraría en fantasma.
Sólo se recomienda silencio enrarecido,
absoluta quietud cargada de inminencia,
silencio y más silencio, y ¡oh¡!, inteligencia.
Cientos de observatorios chinos han repetido
milenio tras milenio, la experiencia que explica
en su Apartado Doce, la obra “Lyu Li Yong Thong”.
Lo que a mí me sorprende son ciertas dudas tontas.
Tocando el violín se puede conseguir
que las copas que estaban dentro de los armarios
se llenen de un licor amatista-nocturno
que brota natural, mas yo no bebería.
Mirándose al espejo, no diré lo que ocurre.
Si uno va por la calle, sin pensar demasiado,
tropieza con milagros. Es el azar, nos dicen.
¿Por qué el azar?, pregunto. Todo está calculado,
y al fin lo que llamamos azar puede ser algo
deseado y, por eso, sin pensar provocado;
y auto-descubrimiento, los llamados misterios.
Por eso en estos versos, yo saludo a Tchou-Hi
y trato de aplicar su método heou-khi
a nuevas experiencias que sé, demostrarán
de un modo positivo, fácil y comprobable
que no es la poesía sólo un juego verbal
sino algo peligroso, por físico y astral.