miércoles, 4 de octubre de 2017

Margaret Atwood -Helena de Troya baila en la barra

Margaret Atwood, Ottawa, Canadá, 18 de noviembre 1939 
Versión Sandra Toro


Helena de Troya baila en la barra

El mundo está lleno de mujeres.
Si tuviera oportunidad, quién me diría que tengo
que avergonzarme de mí. Dejen de bailar.
Consíganse un poco de respeto
y un trabajo diurno.
Bien. Y un sueldo mínimo,
y venas varicosas, ocho horas
paradas en el mismo lugar
atrás de un mostrador de vidrio
fajadas hasta el cuello, en vez de
andar desnudas como un sándwich de carne.
Vendan guantes o alguna otra cosa.
No lo que vendo yo.
Hay que tener talento
para comerciar con algo tan nebuloso
y sin forma material.
Explotadas, dicen. Sí, como sea,
que la corten, pero puedo elegir
cómo, y me llevo la plata.

Yo le doy valor.
Como los predicadores, vendo la revelación;
como las propagandas de perfume, el deseo
o su facsímil. El secreto es esperar el momento oportuno,
como en las bromas o en la guerra.
Vuelvo a venderles a los hombres sus peores sospechas:
que todo está en venta,
y por partes. Justo antes de que pase,
me miran y ven al asesino de la motosierra,
cuando muslo, culo, mancha de tinta, rajadura, teta y pezón
todavía están conectados.
¡Qué odio les salta,
adoradores míos con olor a cerveza! Eso, o un amor
medio dormido y sin esperanza. Viendo las cabezas en fila
y los ojos dados vuelta, implorantes
pero prestos a morderme los tobillos,
entiendo las inundaciones y los terremotos, y la urgencia
por pisar a las hormigas. Yo sigo el compás,
y bailo para ellos porque
ellos no pueden. La música tiene el olor de los zorros,
crepita como metal recalentado
quema las fosas nasales
o es húmeda como agosto, difusa y lánguida
como una ciudad saqueada, el día después,
cuando ya se cometió el abuso
y la matanza,
y los sobrevivientes andan
buscando en la basura
qué comer, y solo queda un cansancio desolado.
Hablando de ese tema, lo que más me agota
es la sonrisa.
Eso, y fingir
que no los oigo.
Y no los oigo, porque después de todo
para ellos soy una extranjera.
El habla aquí es toda gutural y verrugosa,
obvia como una feta de jamón,
y yo vengo de la provincia de los dioses
donde los significados son melódicos y oblicuos.
No lo hago con todos,
pero acercate, que te lo digo al oído:
A mi mamá la raptó un cisne sagrado.
¿Me creés? Podés llevarme a cenar.
Es lo que les decimos a todos los maridos.
Seguro hay un montón de pájaros peligrosos sueltos alrededor.

Y no es que alguien de acá
vaya a entender aparte de vos .
A los demás les gustaría mirarme
y no sentir nada. Reducirme a las piezas que me componen
como en una fábrica de relojes o un matadero.
Aplastar el misterio.
Emparedarme viva
dentro de mi cuerpo.
Les gustaría ver a través de mí,
pero no hay nada más opaco
que la transparencia absoluta.
Miren —¡mis pies no tocan el mármol!
Como el aliento o un globo, me elevo,
floto en el aire a quince centímetros
en mi huevo de cisne, deslumbrante, hecho de luz.
¿No me creés que soy una diosa?
Probame.
Esta canción es una antorcha.
Tocame y te quemás.

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