Miyó Vestrini, Francia, 27 de abril 1938 – Caracas, 29 de noviembre 1991
Valiente ciudadano
A María Inmaculada Barrios
Morid con el pensamiento
cada mañana y ya no
temeréis morir.
(Tratado Hagakuse)
Dame, señor,
una muerte que enfurezca.
Una muerte tan ofensiva
como a los que ofendí.
Una muerte que soporte la lluvia
de Santiago de Compostela,
y de paso,
mate a los que me ofendieron.
Dame, señor,
esa muerte de la intemperie
que sorprende y tranquiliza.
Haz que esté largando mocos y lágrimas,
suplicando piedad
y deseando muerte ajena.
Haz, señor,
que aquel hombre con piel inédita
reconozca en mí al animal de los olivares.
Que su cuerpo pese sobre el mío
y haga dulce
la entrada al fuego.
Te prometo haberlo visto todo.
La misma culpa con la que nací,
el mismo furor.
Haz, señor,
que esté escuchando a Vinicio de Moraes
y a María Betania
y prometiendo que mañana,
lunes,
me inscribiré en un curso para aprender brasileño.
Que venga la muerte
cuando descubras en mí
alguna oculta intención de poder
y cuando sepas,
por tus informantes,
de mis maniobras para pasar la historia.
Cuando te digan, señor,
que he agotado todos los recursos de la fatiga
sin pedir clemencia,
entonces, señor,
dame duro.
Haz que este golpe que tengo en la frente
por abrir puertas a cabezazos
se ponga
rojo,
latiente,
doloroso.
Supongamos, señor,
que eres el bing-bang.
Que ningún territorio escapa a tu vigilancia.
Que los hots-dogs son tema de tu predilección.
Que tu deseo de mí es parte obscena
de tu personalidad.
Entonces, señor,
examina mi estómago abultado
por los espaguetis de Portofino
por las favadas del Guernica
por los pasteles de coliflor de mi madre
por los largos tragos de cerveza y ron.
Espía, señor, los rostros de mi espejo en el espejo,
yo, la pusilánime astuciosa
la del dedo en el aire
abanicando a la aburrida concurrencia.
Podrías venir al cine, señor.
Veríamos Brazil,
La vaquilla,
Un día de campo,
El cartero y Gatsby.
Me escucharías
sacudida por la risa
y el temor.
Permíteme, señor,
contemplarme cómo soy:
el rifle en la mano
la granada en la boca
destripando a la gente que amo.
Acuéstate conmigo en la madrugada, señor,
cuando mi respiración es un golpe de piedras
en la corriente del río.
Y verás como nada,
ni siquiera la leche de tus cantares,
puede darme una muerte que me enfurezca.
Valiente ciudadano
A María Inmaculada Barrios
Morid con el pensamiento
cada mañana y ya no
temeréis morir.
(Tratado Hagakuse)
Dame, señor,
una muerte que enfurezca.
Una muerte tan ofensiva
como a los que ofendí.
Una muerte que soporte la lluvia
de Santiago de Compostela,
y de paso,
mate a los que me ofendieron.
Dame, señor,
esa muerte de la intemperie
que sorprende y tranquiliza.
Haz que esté largando mocos y lágrimas,
suplicando piedad
y deseando muerte ajena.
Haz, señor,
que aquel hombre con piel inédita
reconozca en mí al animal de los olivares.
Que su cuerpo pese sobre el mío
y haga dulce
la entrada al fuego.
Te prometo haberlo visto todo.
La misma culpa con la que nací,
el mismo furor.
Haz, señor,
que esté escuchando a Vinicio de Moraes
y a María Betania
y prometiendo que mañana,
lunes,
me inscribiré en un curso para aprender brasileño.
Que venga la muerte
cuando descubras en mí
alguna oculta intención de poder
y cuando sepas,
por tus informantes,
de mis maniobras para pasar la historia.
Cuando te digan, señor,
que he agotado todos los recursos de la fatiga
sin pedir clemencia,
entonces, señor,
dame duro.
Haz que este golpe que tengo en la frente
por abrir puertas a cabezazos
se ponga
rojo,
latiente,
doloroso.
Supongamos, señor,
que eres el bing-bang.
Que ningún territorio escapa a tu vigilancia.
Que los hots-dogs son tema de tu predilección.
Que tu deseo de mí es parte obscena
de tu personalidad.
Entonces, señor,
examina mi estómago abultado
por los espaguetis de Portofino
por las favadas del Guernica
por los pasteles de coliflor de mi madre
por los largos tragos de cerveza y ron.
Espía, señor, los rostros de mi espejo en el espejo,
yo, la pusilánime astuciosa
la del dedo en el aire
abanicando a la aburrida concurrencia.
Podrías venir al cine, señor.
Veríamos Brazil,
La vaquilla,
Un día de campo,
El cartero y Gatsby.
Me escucharías
sacudida por la risa
y el temor.
Permíteme, señor,
contemplarme cómo soy:
el rifle en la mano
la granada en la boca
destripando a la gente que amo.
Acuéstate conmigo en la madrugada, señor,
cuando mi respiración es un golpe de piedras
en la corriente del río.
Y verás como nada,
ni siquiera la leche de tus cantares,
puede darme una muerte que me enfurezca.
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