Pablo Armando Fernández, Oriente, Cuba, 2 de marzo 1929
Aprendiendo a morir
Mientras duermen mi mujer y mis hijos
y la casa descansa del ajetreo familiar,
me levanto y reanimo los espacios tranquilos.
Hago como si ellos –mis hijos, mi mujer–
estuvieran despiertos, activos
en la propia gestión que les ocupa el día.
Voy insomne (o sonámbulo) llamándoles,
hablándoles;
pero nadie responde, nadie me ve.
Llego hasta donde está la menor de mis niñas:
ella habla a sus muñecas, no repara en mi voz.
El varón entra, suelta su cartapacio de escolar,
de los bolsillos saca su botín:
las artimañas de un prestidigitador.
Quisiera compartir su arte y su tesoro,
quisiera ser con él. Sigue de largo:
no repara en mi gesto ni en mi voz.
¿A quién acudo? Mis otras hijas ¿dónde están?
Ando por casa jugando a que me encuentren:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Mis hijas en sus mundos siguen otro compás.
¿Dónde se habrá metido mi mujer?
En la cocina la oigo; el agua corre,
huele a hojas de cilantro y de laurel.
Está de espaldas. Miro su melena,
su cuello joven: ella vivirá…
Quiero acercármele pero no me atrevo
―huele a guiso, a pastel recién horneado―:
¿y si al volver los ojos no me ve?
Como un actor que olvida de repente
su papel en la escena,
desesperado grito:
¡Aquí estoy!
Pero nadie responde, nadie me ve.
Hasta que llegue el día y con su luz
termine mi ejercicio de aprender a morir.
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