Esperaba la tarde abierta en Bulnes y Honduras
con árboles, su copa de oro y la penumbra apenas.
La recuerdo como una música
que transita como un dios en mí.
Aquellas hojas del verano contemplaron
tus manos al costado de la luz
y las brisas de la tarde leían en tu pelo
el largo reflejo de un sueño y cantabas,
cantabas con la voz invencible del corazón
al granito del fondo del río de la calle
a los cordones de piedra en su siesta ignorada y sonreías
alta en el semblante como un cielo blanco
a la corrosión de la sombra amenazante,
y nuestras manos fueron el rocío y el jazmín,
las bocas unidas despaciosamente
los sentidos abiertos al milagro
y desatamos el resplandor del deseo y del secreto,
en la tierra del barrio compartido que sigue encendido todavía.
Ahora el tiempo es todo el tiempo y sigo renaciendo
en aquellos tiempos y en el beso demorado
juntos penetramos la sombra dura
la noche pavorosa en busca del mínimo gesto,
la pequeña luz distante, un pétalo de aire
y así nos acostumbramos al invierno,
a la humedad y a una ciudad descompuesta
de ciudades sucesivas de nausea y de neón.
Aquí las hojas del verano que brillaron su antigua edad
salvaron del naufragio el zumbido de la tierra del cielo y del mar
todo pudo ser y fue una fina hebra de sol en la vereda,
como en los cuentos,
como ahora que seguimos creciendo en la felicidad.
Daniel Arias
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