Robert Lowell, Boston, 1 de marzo 1917 - Nueva York, 12 de septiembre 1977
Versiones Esteban Moore – Vanesa Malrossa
Recuerdos de la calle Oeste y de Lepke
Sólo doy clases los martes y leo, soy un ratón de biblioteca
en piyamas recién salidos cada mañana del secarropa,
y ocupo toda una casa en la “casi nunca apasionada
calle Marlborough de la ciudad de Boston”,
donde incluso el hombre
que revuelve la basura en los contenedores
del callejón trasero, tiene dos hijos, posee
una camioneta , un ayudante
y vota por “los republicanos”.
Yo tengo una hija de nueve meses de edad,
suficientemente joven para ser mi nieta.
Al igual que el sol ella amanece en su piyamita
rosa flamenco intenso.
Estos son los tranquilizados cincuenta, y yo ya he cumplido
los cuarenta. ¿Debería arrepentirme de mi tiempo de siembra?
Fui un católico O.C. en llamas e hice mi maníaca proclama,
acusando al estado y al presidente, luego
esperé en un calabozo mi sentencia, sentado al lado
de un muchacho negro con ensortijadas hebras de marihuana
/en su cabello.
Condenado a un año,
caminé sobre los techos de la cárcel de la calle Oeste, un
espacio no más largo que la cancha de fútbol de mi escuela,
y vi el río Hudson una vez al día a través de la ropa agitada
por los vientos, tendida en las azoteas y de los amarronados
edificios de departamentos, blanqueándose a la intemperie.
En mis caminatas discutí afiebradamente temas metafísicos
con Abramowitz, un tipo cetrino, amarillento (“en realidad bronceado”)
un pacifista peso mosca,
muy vegetariano,
usaba sandalias de soga y suela de yute
y prefería la fruta caída.
Él intentó convencer a Bioff y Brown,
los proxenetas de Hollywood para que adoptaran su dieta.
Ellos, peludos, musculares, suburbanos,
vestidos en trajes color chocolate con sacos cruzados
se hartaron y le dieron una paliza que lo dejó azul -negro.
Yo estaba tan alejado del mundo que nunca
había escuchado hablar de los Testigos de Jehová.
“¿Sos un O.C.? Le pregunté a otro preso, un pájaro de cuenta.
“No,” me contesto, “Soy T.J.”
Él me enseño a tender la cama como lo hacen en los hospitales,
me señaló al Zar Lepke, miembro del Sindicato del crimen,
quien de espaldas y en camiseta hacía tiempo
en la lavandería, doblando y apilando toallas
o caminando lentamente hacia una celda aislada
llena de objetos prohibidos al preso común:
una radio portátil, una cómoda, dos banderitas americanas
entrelazadas con una palma pascual.
Fláccido, calvo, lobotomizado,
flotaba tímidamente, tranquilo,
en ese territorio donde ninguna reconsideración
por agonizante que fuera
lograba estremecer sus pensamientos, concentrados en la silla eléctrica,
que pendía como un oasis en su atmósfera
de conexiones perdidas…
alpialdelapalabra.blogspot.com
Versiones Esteban Moore – Vanesa Malrossa
Recuerdos de la calle Oeste y de Lepke
Sólo doy clases los martes y leo, soy un ratón de biblioteca
en piyamas recién salidos cada mañana del secarropa,
y ocupo toda una casa en la “casi nunca apasionada
calle Marlborough de la ciudad de Boston”,
donde incluso el hombre
que revuelve la basura en los contenedores
del callejón trasero, tiene dos hijos, posee
una camioneta , un ayudante
y vota por “los republicanos”.
Yo tengo una hija de nueve meses de edad,
suficientemente joven para ser mi nieta.
Al igual que el sol ella amanece en su piyamita
rosa flamenco intenso.
Estos son los tranquilizados cincuenta, y yo ya he cumplido
los cuarenta. ¿Debería arrepentirme de mi tiempo de siembra?
Fui un católico O.C. en llamas e hice mi maníaca proclama,
acusando al estado y al presidente, luego
esperé en un calabozo mi sentencia, sentado al lado
de un muchacho negro con ensortijadas hebras de marihuana
/en su cabello.
Condenado a un año,
caminé sobre los techos de la cárcel de la calle Oeste, un
espacio no más largo que la cancha de fútbol de mi escuela,
y vi el río Hudson una vez al día a través de la ropa agitada
por los vientos, tendida en las azoteas y de los amarronados
edificios de departamentos, blanqueándose a la intemperie.
En mis caminatas discutí afiebradamente temas metafísicos
con Abramowitz, un tipo cetrino, amarillento (“en realidad bronceado”)
un pacifista peso mosca,
muy vegetariano,
usaba sandalias de soga y suela de yute
y prefería la fruta caída.
Él intentó convencer a Bioff y Brown,
los proxenetas de Hollywood para que adoptaran su dieta.
Ellos, peludos, musculares, suburbanos,
vestidos en trajes color chocolate con sacos cruzados
se hartaron y le dieron una paliza que lo dejó azul -negro.
Yo estaba tan alejado del mundo que nunca
había escuchado hablar de los Testigos de Jehová.
“¿Sos un O.C.? Le pregunté a otro preso, un pájaro de cuenta.
“No,” me contesto, “Soy T.J.”
Él me enseño a tender la cama como lo hacen en los hospitales,
me señaló al Zar Lepke, miembro del Sindicato del crimen,
quien de espaldas y en camiseta hacía tiempo
en la lavandería, doblando y apilando toallas
o caminando lentamente hacia una celda aislada
llena de objetos prohibidos al preso común:
una radio portátil, una cómoda, dos banderitas americanas
entrelazadas con una palma pascual.
Fláccido, calvo, lobotomizado,
flotaba tímidamente, tranquilo,
en ese territorio donde ninguna reconsideración
por agonizante que fuera
lograba estremecer sus pensamientos, concentrados en la silla eléctrica,
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Identificado, sin recovecos , sin ambivalencias, sin explicar, ni adjetivar. Sólo una claridad sin lirismo , Una claridad contundente sin artilugios, que dice de sí sin pedir permiso.
ResponderBorrarAliviante.
.
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BorrarAliviante
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