lunes, 24 de agosto de 2015

Tom Maver -Baguala para yaguaretés

Tom Maver, CABA, 2 de diciembre 1985


Baguala para yaguaretés

Son ellas, las encadenadas.
Un círculo cerrado en la noche,
a campo abierto. En medio,
un fuego. Contarse secretos
no las libera del peso que
cargan las mujeres de mi familia,
del aliento que les respira en la nuca,
del yaguareté montado a sus espaldas.
Ninguna hermana o tía o abuela
habla de peleas o golpizas, nadie
se ríe de los celos o vergüenzas
de sus hombres. Sólo se miran.
El fuego les deja ver las caras
y el pelo movido por el aliento
del animal. Embrujo sobre
embrujo, cuando empiezan
con las bagualas, cuando de la caja
sacan la seguridad de una curación
a través del lamento, y cantan
con miedo y respeto y solas
hacia la antigüedad, entonces
los yaguaretés paran sus orejas
y empiezan a temblar.
Ellas saben que las oyeron
y luego soltaron los dominantes,
maridos borrachos, sus queridos
autoritarios, que se ahuyentan
por lo que no comprenden de ellas.
Prefieren la oscuridad y el frío
a seguir oyendo cómo sus vidas
pasan a ser lentamente trituradas
en los tonos mayores
que salen de la boca de las mujeres
de mi familia reunida en la noche.

2 comentarios:

  1. Las que cantan - Autor:
    María Elena Walsh.
    Vengo a decir que en los rincones
    más difíciles del planeta
    están cantando las mujeres
    con voz de pueblo escarmentado.
    Se supone que vociferan
    para morir un poco menos.
    Sólo el dolor, la fiebre, el odio,
    el desafío y la desgracia,
    sólo una luz inofensiva
    cantan las mujeres que cantan.
    Fadistas de Portugal,
    enlutadísimas de España,
    inclinadas segando siegan
    espirales de rabia y queja,
    liquidan su ración de sueño
    con furiosa maternidad.
    Coyas, princesas miserables
    de una América de arpillera,
    queman ancestro alcoholizado
    en lamentos como cuchilladas.
    Hay que dejarse herir, caer
    en su dolor, amar su llanto
    y comprobar cómo la tierra
    busca sus desolados huesos.
    Brújas pálidas de Oriente,
    lustradas hechiceras de África,
    custodias de padecimientos,
    celebrantes de la miseria
    que lamentan inútilmente
    fatalidades ordenadas
    por dioses vanos y hombres crueles.
    Les asignaron sed atávica,
    desesperada obligación,
    y ellas amenazan morir
    en repertorios de quejido,
    de belleza perdonadora.
    Sólo vengo a decir que cantan
    y que el mundo no se arrepiente
    de sus gargantas infernales,
    de sus corazones prohibidos.
    Sólo vengo a decir que acaso
    nos están echando la culpa.

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