Mario Luzi, Castello, 20 de octubre 1914 – Florencia, 28 de febrero 2005
Versión Diego Bentivegna
Cerca del Bisenzio
La niebla congelada cubre la represa de la curtiembre
y el sendero que bordea la orilla. Salen cuatro,
no sé si los he visto o no los he visto antes,
lentos en su andar, lentos también cuando me detienen
frente a frente.
Uno, el más trabajado por el ansia y el más indolente
se para frente a mí y me dice: “¿Tú? No eres de los nuestros.
No te quemaste como nosotros en el fuego de la lucha
cuando éste abrasaba, y ardían en la hoguera el bien y el mal”:
Lo miro fijo, sin dar una respuesta, en sus ojos marchitos,
débiles,
y capto, mientras mueve el labio de abajo, una inquietud.
“Solo hubo un tiempo para redimirse”, y aquí el temblor
se vuelve un tic convulsivo, “o para perderse, y fue aquel
tiempo”.
Los otros, obligados a hacer una pausa imprevista,
muestran signos de fastidio, pero no suspiran,
mueven los pies con cadencia contra el frío,
y mastican chicle mirándome a mí o a nadie.
“¿Acaso eres mudo?”, protestan los labios atormentados,
mientras él se va abajo y retrocede
frenético, varias veces, hasta que queda más allá,
quieto, abrazado a un palo, mirándome
entre irónico y furioso. Y espera. El lugar,
poco visible, está desierto;
la niebla presiona con fuerza a las personas
y no deja ver sino la tierra sucia del dique
y el cigarro, la planta ancha de las fosas que rezuma moco.
Y yo: “Es difícil explicártelo. Pero tienes que saber que
el camino
era para mí más largo que para ustedes;
pasaba por otros lugares”, “¿Por qué lugares?”
Como yo no respondo,
me mira un largo tiempo y me lanza: “¿Por qué lugares?”
Uno de los compañeros se balancea, otro apoya todo su cuerpo
sobre las pantorrillas,
todos mastican chicle y me miran, a mí o al vacío.
“Es difícil, es difícil explicarte.”
Hay un largo silencio,
mientras todo se detiene,
mientras el agua de la curtiembre susurra.
Luego me dejan allí, y yo los sigo a cierta distancia.
Pero uno de ellos, el más joven, me parece, el más dubitativo,
se hace a un lado, se detiene en el borde de hierba y me espera,
mientras los sigo lentamente, devorados por la niebla. A solo
un paso,
pero sin detenerme, nos miramos,
luego, mientras baja la mirada, él tiene una sonrisa de enfermo.
“Oh, Mario”, dice y se me pone al lado
en esa calle que no es una calle
sino un trazo tortuoso que se pierde en el barro,
“mírate, mira a tu alrededor. Mientras piensas
y haces concordar las esferas del reloj de la mente
con el movimiento de los planetas en un presente eterno
que no es el nuestro, que no está ni aquí ni ahora,
date vuelta y mira en qué se ha transformado el mundo,
pon tu mente en aquello que este tiempo te reclama,
no la profundidad, no el arrojo,
sino la repetición de palabras,
la mímesis sin por qué ni cómo
de los gestos en los que se desata nuestra multitud
mordida por la tarántula de la vida, y basta.
Dices que apuntas alto, más allá de las apariencias,
y no sientes que eso es demasiado. Demasiado, entiendo,
para nosotros que somos después de todo tus compañeros,
jóvenes pero desgastados por la lucha y más que por la lucha,
por su falta humillante.”
Escucho los pasos en la niebla de los compañeros que se
eclipsan,
y esta voz que viene rasgada, rota en un jadeo.
Respondo: “También trabajo para ustedes, por el amor
de ustedes”.
Él calla un poco, como para recibir esta piedra en cambio
del saco doloroso vaciado a mis pies y desparramado.
Y, como yo no digo nada, agrega: “Oh, Mario,
qué triste es ser hostiles, decirte que rechazamos la salvación,
ni comemos el alimento que nos traes, decirte que eso nos
ofende”:
Dejo que se aplaque poco a poco su respiración entrecortada
por el esfuerzo
mientras los pasos de los compañeros se aplacan,
y sólo el agua de la curtiembre susurra de cuando en cuando.
“Es triste, pero es nuestro destino: convivir en un mismo tiempo
y lugar
y hacernos la guerra por amor. Comprendo tu angustia
pero soy yo el que pago toda la deuda. Y he aceptado esa suerte”.
Y él, ahora perdido e indignado: “¿Tú, tú solamente?”
Pero luego renuncia al desahogo, me aprieta la mano con las
suyas que tiemblan
y agita la cabeza: “Oh, Mario, pero es terrible, es terrible que no
seas de los nuestros”.
Y llora, y también yo lloraría
si no fuese porque debo mostrarme hombre ante él que ha visto
unos pocos.
Luego se va, absorbido por la niebla del sendero.
Me quedo allí, y voy midiendo lo poco que se dijo,
lo mucho que se ha oído, mientras el agua de la curtiembre
murmura,
mientras zumban hilos altos en la niebla sobre los palos y
las antenas.
“No podrás juzgar estos años vividos con el corazón duro,
me digo, podrán hacerlo los otros en un tiempo diferente.
Ruega para que su alma esté desnuda
y su piedad sea más perfecta”.
Versión Diego Bentivegna
Cerca del Bisenzio
La niebla congelada cubre la represa de la curtiembre
y el sendero que bordea la orilla. Salen cuatro,
no sé si los he visto o no los he visto antes,
lentos en su andar, lentos también cuando me detienen
frente a frente.
Uno, el más trabajado por el ansia y el más indolente
se para frente a mí y me dice: “¿Tú? No eres de los nuestros.
No te quemaste como nosotros en el fuego de la lucha
cuando éste abrasaba, y ardían en la hoguera el bien y el mal”:
Lo miro fijo, sin dar una respuesta, en sus ojos marchitos,
débiles,
y capto, mientras mueve el labio de abajo, una inquietud.
“Solo hubo un tiempo para redimirse”, y aquí el temblor
se vuelve un tic convulsivo, “o para perderse, y fue aquel
tiempo”.
Los otros, obligados a hacer una pausa imprevista,
muestran signos de fastidio, pero no suspiran,
mueven los pies con cadencia contra el frío,
y mastican chicle mirándome a mí o a nadie.
“¿Acaso eres mudo?”, protestan los labios atormentados,
mientras él se va abajo y retrocede
frenético, varias veces, hasta que queda más allá,
quieto, abrazado a un palo, mirándome
entre irónico y furioso. Y espera. El lugar,
poco visible, está desierto;
la niebla presiona con fuerza a las personas
y no deja ver sino la tierra sucia del dique
y el cigarro, la planta ancha de las fosas que rezuma moco.
Y yo: “Es difícil explicártelo. Pero tienes que saber que
el camino
era para mí más largo que para ustedes;
pasaba por otros lugares”, “¿Por qué lugares?”
Como yo no respondo,
me mira un largo tiempo y me lanza: “¿Por qué lugares?”
Uno de los compañeros se balancea, otro apoya todo su cuerpo
sobre las pantorrillas,
todos mastican chicle y me miran, a mí o al vacío.
“Es difícil, es difícil explicarte.”
Hay un largo silencio,
mientras todo se detiene,
mientras el agua de la curtiembre susurra.
Luego me dejan allí, y yo los sigo a cierta distancia.
Pero uno de ellos, el más joven, me parece, el más dubitativo,
se hace a un lado, se detiene en el borde de hierba y me espera,
mientras los sigo lentamente, devorados por la niebla. A solo
un paso,
pero sin detenerme, nos miramos,
luego, mientras baja la mirada, él tiene una sonrisa de enfermo.
“Oh, Mario”, dice y se me pone al lado
en esa calle que no es una calle
sino un trazo tortuoso que se pierde en el barro,
“mírate, mira a tu alrededor. Mientras piensas
y haces concordar las esferas del reloj de la mente
con el movimiento de los planetas en un presente eterno
que no es el nuestro, que no está ni aquí ni ahora,
date vuelta y mira en qué se ha transformado el mundo,
pon tu mente en aquello que este tiempo te reclama,
no la profundidad, no el arrojo,
sino la repetición de palabras,
la mímesis sin por qué ni cómo
de los gestos en los que se desata nuestra multitud
mordida por la tarántula de la vida, y basta.
Dices que apuntas alto, más allá de las apariencias,
y no sientes que eso es demasiado. Demasiado, entiendo,
para nosotros que somos después de todo tus compañeros,
jóvenes pero desgastados por la lucha y más que por la lucha,
por su falta humillante.”
Escucho los pasos en la niebla de los compañeros que se
eclipsan,
y esta voz que viene rasgada, rota en un jadeo.
Respondo: “También trabajo para ustedes, por el amor
de ustedes”.
Él calla un poco, como para recibir esta piedra en cambio
del saco doloroso vaciado a mis pies y desparramado.
Y, como yo no digo nada, agrega: “Oh, Mario,
qué triste es ser hostiles, decirte que rechazamos la salvación,
ni comemos el alimento que nos traes, decirte que eso nos
ofende”:
Dejo que se aplaque poco a poco su respiración entrecortada
por el esfuerzo
mientras los pasos de los compañeros se aplacan,
y sólo el agua de la curtiembre susurra de cuando en cuando.
“Es triste, pero es nuestro destino: convivir en un mismo tiempo
y lugar
y hacernos la guerra por amor. Comprendo tu angustia
pero soy yo el que pago toda la deuda. Y he aceptado esa suerte”.
Y él, ahora perdido e indignado: “¿Tú, tú solamente?”
Pero luego renuncia al desahogo, me aprieta la mano con las
suyas que tiemblan
y agita la cabeza: “Oh, Mario, pero es terrible, es terrible que no
seas de los nuestros”.
Y llora, y también yo lloraría
si no fuese porque debo mostrarme hombre ante él que ha visto
unos pocos.
Luego se va, absorbido por la niebla del sendero.
Me quedo allí, y voy midiendo lo poco que se dijo,
lo mucho que se ha oído, mientras el agua de la curtiembre
murmura,
mientras zumban hilos altos en la niebla sobre los palos y
las antenas.
“No podrás juzgar estos años vividos con el corazón duro,
me digo, podrán hacerlo los otros en un tiempo diferente.
Ruega para que su alma esté desnuda
y su piedad sea más perfecta”.
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