Mariano Rolando Andrade, Buenos Aires, 12 de abril 1973
El poeta de las manos rotas
I
Desperté una noche
tras veinte años
y entendí el dolor.
Mis manos yacían
destrozadas
a golpe de martillo
sobre la mesa de trabajo.
Primero lloré,
siguió el silencio.
¿Qué hacía yo
con las manos así,
añicos y poco más?
¿Quién se había
ensañado en mi sueño?
Ya nunca más
crearé versos, me dije.
Se acabó.
Tu suerte al fin
es la de tantos hombres
abatidos
a mitad del camino.
Miraba mis manos
y callaba.
Callaba y miraba.
Desahuciado,
recordé al músico
que perdió sus dientes
y huyó para renacer.
Temblé, la sangre
caliente sobre la mesa.
¿Y yo,
adónde podría ir?
¿Adónde curaría
estos dedos
y esta garganta?
II
A los Mares del Sur,
escuché decir a Rimbaud
desde Java.
A los Mares del Sur,
susurró Conrad en el Otago,
enterrado en Tasmania.
¡Sí, a los Mares del Sur!,
gritó solitario Melville
en Nuku Hiva.
¡Eso, a los Mares del Sur!,
clamaron Stevenson en Vailima
y London en Viti Levu.
III
Cesó el llanto.
Recogí mis restos,
me levanté y partí,
feliz en la negrura.
Quienes me veían sonreían
y murmuraban:
“Ahí va,
déjenlo solo.
Es el poeta
de las manos rotas”.
El poeta de las manos rotas
I
Desperté una noche
tras veinte años
y entendí el dolor.
Mis manos yacían
destrozadas
a golpe de martillo
sobre la mesa de trabajo.
Primero lloré,
siguió el silencio.
¿Qué hacía yo
con las manos así,
añicos y poco más?
¿Quién se había
ensañado en mi sueño?
Ya nunca más
crearé versos, me dije.
Se acabó.
Tu suerte al fin
es la de tantos hombres
abatidos
a mitad del camino.
Miraba mis manos
y callaba.
Callaba y miraba.
Desahuciado,
recordé al músico
que perdió sus dientes
y huyó para renacer.
Temblé, la sangre
caliente sobre la mesa.
¿Y yo,
adónde podría ir?
¿Adónde curaría
estos dedos
y esta garganta?
II
A los Mares del Sur,
escuché decir a Rimbaud
desde Java.
A los Mares del Sur,
susurró Conrad en el Otago,
enterrado en Tasmania.
¡Sí, a los Mares del Sur!,
gritó solitario Melville
en Nuku Hiva.
¡Eso, a los Mares del Sur!,
clamaron Stevenson en Vailima
y London en Viti Levu.
III
Cesó el llanto.
Recogí mis restos,
me levanté y partí,
feliz en la negrura.
Quienes me veían sonreían
y murmuraban:
“Ahí va,
déjenlo solo.
Es el poeta
de las manos rotas”.
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