miércoles, 6 de marzo de 2019

Armando Rojas Guardia -Poemas de Quebrada de la Virgen

Armando Rojas Guardia, Caracas, 8 de septiembre 1949


Poemas de Quebrada de la Virgen

1


Fray Angélico pintaba
a Jesús y a la Madona
de rodillas.
                    ¿Qué daría
yo, minúsculo
monje laico, fraile menor
de alguna Orden extinta
por prosternarme ahora
que intento describir
este olor inocente de la tierra,
la redonda castidad
que perfuma hoy este mundo
donde hasta el ruido torpe del camión,
el canto lejanísimo del gallo
e incluso el sudor, feliz,
de mis axilas
                        se confunden
en un aroma hímnico, en la antífona solar
que entona el aire virgen?


2


  “…el cantus firmus, la melodía central
en torno a la cual cantan las otras voces
                 de la vida”
Dietrich Bonhoeffer

Adoré antes cada dádiva de Eros

Ahora sé que en todos mis deseos
ardes Tú -invicto y detergente-
como la luz, delfín pulquérrimo,
nada y salta en los colores
sin mancharse con ellos


3


Lezama, hoy voy a orar contigo:
todo es metáfora de todo.

Las cosas, mirándose las unas en las otras,
son espejos en el reino de la imagen.

Por ejemplo, aquella acacia sola,
como si en verdad me adivinara,
enseña ahora, bajo el silencio cóncavo del cielo,
el tiritante,
el retorcido,
el exacto crucifijo de dos ramas
que ya no ampara el follaje.

Pero un poco más allá, un eje calmo
en la corriente clara del arroyo
me revela de pronto la naturaleza
del tiempo (y la resurrección):
no arrastra a la piedra el agua ávida,
¡sólo la pule!


4


Lugar común desinfectado,
hoy resplandece lo humilde
de tan obvio:

sólo en silencio
descubro
que Suenas


5


“Belleza....santa perra”
Juan Sánchez Peláez



Lo aprendo aquí, sobre estos cerros,
bajo estas nubes buenas: ahora existe
una fiesta celebrándose en la carne
de la intemperie triste de las cosas
(¿dónde duele ese picotazo de la luz,
cuándo vibra esa cadencia de las formas?)
Momentos al garete en que la yerta,
insultada materia se vuelve ceremonia,
liturgia móvil de líneas y volúmenes
incendiándote los ojos que no aguantan,
que no soportan ya tanto ladrido
de la perra feliz, incandescente,
llamando enamorada a su Señor,
a la ebria presencia de su Amo.


6


“Treinta años hace que no te invocaba”
                                         Dámaso Alonso

Aunque poeta menor, no soy el inocente
Berceo que conversaba contigo sobre el pan
cotidiano y moreno de los pobres.
Apenas soy un Epulón, que ya presiente
el fasto final de su miseria: la mirada
de Lázaro colmada.
                                   Tú sabes
que el camello, gordo y de buen precio,
mira con horror la puerta estrecha
del ojo de la aguja.

Torre de Marfil, con la que mido
mi risible Babel de biblioteca, puntual mesa,
neón oficinista, limpia cama
(¿quién podrá aherrojar el Arca de la Alianza
donde nace el Pacto con los últimos,
humillados
y proscritos,
Mater Páuperum?
¿no está ya la Rosa Mística
plantada para siempre en “Nazareth” -así se llama
la escuelita de un barrio de Caracas-?)

Pero quizá no es tarde, todavía:
frente al Dios masacrado que arrullaste,
olvidado de sí el rostro de Narciso
contempla en el agua de las lágrimas
el Espejo de Justicia, tu
óvalo perfecto


7


        “… elEspíritu de Dios aleteaba
      sobre la superficie de las aguas”
                                            Génesis 1,2
“… a menos que uno nazca del agua
      y el Espíritu, no puede entrar en
                                                el Reino”
                                                 Juan 3,5

En la capilla,
fuente y estanque
(bautismo terso
sobre mi mente
esta mañana)

Junto al sonido
del glugluteo
arrodillada
habla la aurora:
en el principio
sólo había agua
(únicamente
sorbía el Espíritu
el centro núbil
de aquel rubor
en la garganta)

De esta manera
para volver
al ser intacto
de ese comienzo
cuando Dios mismo
gustaba en ella
su propia higiene
originaria,
hay que nacer
sí, del Espíritu,
pero también
del elemento
que en su sabor
guarda el principio:
el que de pronto
nos sabe a Todo
¡igual que a Nada!


8


Me despierta Tu olor entre las sábanas.
Vengo junto a Ti, que te me expandes
en la carne agradecida, con ímpetu solar.

Digo Junto a ti. Vuelvo a decirlo.
Y para algunos, poquísimos amigos
es hoy este rubor confidencial:
                                                        nadie sabe

que, a Tu sombra, gusto vivo,
el ápice frutal de mi deseo sabe intacto,
anterior al paladar de su lenguaje,
como aquella manzana de Cezanne
exacta sobre el fondo. Sin gusano.


9


Me recuerdo
a expensas de las ráfagas de música
mientras aquel terco, helado espejo
devolvía mi rostro iluminado
donde el alcohol ya empezaba a dibujar
la náusea de caer, harto de mí,
en cualquier cuerpo, como en mi propia tumba.

Como entonces, apronta Tú mañana y siempre
aquella flor menuda junto al piano
-imposible loto zen en el bazar-,
la flor que nadie mira, erguida sólo
para arrasar de lágrimas mis ojos
con el estupor feliz, con la vergüenza.


10


El sabor del agua después de gustar la picadura
holandesa de mi pipa.
El rojo asoleado del capó de un automóvil
donde canta la salud del siglo XX.
La terca, muda, compacta verticalidad de la pared
sacramento de la paciencia de las cosas
soportando, día tras día, el desorden de mi cuarto.
Los tristísimos ojos de Charles Baudelaire
-fotografiados ahí, sobre la mesa-
mendigos aún de la hermosura.
La silueta del gato visto anoche
jadeante y sigilosa como la luna de Edith Piaf.
La torpeza de aquel piano -tres apartamentos más abajo-
donde las manos de alguna pálida vecina
                                                                            ensayaban a Chopin
(bendito seas, Señor, en esta tarde cargada de misiles,
porque resuenan fragantes todavía la tos almidonada
y el frac y el malabar y la lavanda musical de Federico).
Aquel epicúreo rectángulo de sombra bajo el porche.
El color de la trinitaria en el crepúsculo
recordándome otra tarde en Nicaragua
en que bebí morado líquido (un jugo casual de pitahaya)
La risa de Miguel, para saber que existe el Paraíso
en la franja tropical de la memoria.

Haría falta también nombrar el cuento múltiple
de lo que me hace más sabio a su contacto:
el 3er. movimiento de la 9a. de Beethoven,
el cósmico juguete que son los dedos de Thelonius
tocando “Round Midnigth”, un solo lentísimo de Parker
-por ejemplo, “Lover Man”- en la mañana
cuando el abrazo se demora, insiste, recomienza
aquel poema de Ezra Pound, el que termina:
“…la aurora entra en el cuarto,
con pasitos menudos,
como una dorada Pavlova…”,
ciertas páginas calientes de Lezama
en que huele a malecón, las olas rompen
e incluso el mar tiene un color de daikirí,
aquella última secuencia de la película de Chaplin
(la ex-ciega y el mendigo se consuelan
de su imposible amor, con la mirada).

Enumeraría igualmente esos instantes
inocentes, su gloriosa mansedumbre
que no vistió, desde luego, a Salomón:
el momento más justo del acorde,
la simetría sedante del paisaje,
la esbeltez japonesa de la curva,
la gravidez sonora del volumen,
la santa promiscuidad de los colores:

me refiero a Tus poemas menudos dibujando
la infinita secuencia de la anécdota
que le cuenta a mi muerte Scherezada
en la penúltima, horrenda, bella noche.

(A Miguel Martínez)


11


Aquí, en esta casa,
donde cada palabra, cada gesto
son sólo los dóciles ecos de la luz
inmaculada,
vertical,
inapelablemente última,
añoro para ella
(la cháchara mujeril de la poesía
con sus técnicos chismes de ocasión
tan fotogénicos -whisky en mano-
sobre la página social
de algún Suplemento Literario),
le añoro, digo, algo de la casta
doncellez de la madera
recibiendo
la frugalidad silenciosa de una cena,
de la última cena.


12


“Todavía -dijo el niño- luchas con El”
                                 Nikos Kazantzakis

         “…máteme tu vista y hermosura”
                                 San Juan de la Cruz

Rasante, en el sol pleno de las doce.
Reconozco la cólera del vuelo.

Había olvidado ya
que para merecer la epifanía
mortal del gavilán
en picada fugaz sobre la presa
(la sangre feliz entre sus garras)
era necesaria esta canícula
precaria de la espera,
el sudor convalesciente
aguardando el ojo clínico del ave,
las dos alas batientes gobernándote,
el pico alegre y fúlgido
desgarrando la carne bienherida
víctima al fin de la salud,
curada por la muerte.


13

“Vino un huracán violento, que
descuajaba los montes (...) pero
el Señor no estaba en él
(...) Después se oyó una brisa
tenue, y al sentirla, Elías se
tapó el rostro (ante Su presencia)…”
                                 
                                        1 Reyes 19,13


¿Dónde podría encontrarte ahora
sino en la respiración de su sueño
junto a mí:
adánica, uniforme, bajo el alba?


14


“Oyeron al Señor Dios, que se paseaba por
el jardín a la caída de la tarde. El hombre
y la mujer se escondieron (...) Pero el
Señor Dios llamó al hombre: -¿Dónde estás?
Él contestó: -Te oí en el jardín , me entró
miedo porque estaba desnudo”

                                                                                    Génesis 3,8-10


Hay otro tiempo.
Sé que hay otro, sugiriéndose
allí, en pleno centro
de esta anárquica orquesta de relojes
dando la hora para nadie,
porque es siempre el minuto en que no estoy,
en que me fui.

Sé que hay otro,
ingrávida cadencia que no registra el télex
ni el fonógrafo: ella sola
es el pentagrama oculto de los hechos
componiendo aquel acorde,
el pianísimo blanco del instante
(el del anhelo, el único central, el extraviado)
en que se oyen, tan leves, Tus pisadas
bajo el miedo, la música invisible
de Tu danza en el jardín, que me pregunta
por aquella memoria de quietud,
                                                           desnuda siempre,
que cubrió la velocidad de mi vergüenza,
esta prisa amnésica olvidando
la puntualidad del Paraíso.

(A Esdras Parra)


15


Los ojos de la monja me sonríen
al servir, discretísima, mi cena
como si ejercitara con los dedos
-con el alma entre los dedos, mejor dicho-
algún arte sagrado. En este instante,
para ella soy un extraño solamente
y por eso su lenta cortesía:
a sus ojos soy alguien, alguien sólo,
una santa demanda colocada, como un don,
en las afueras de su Yo. Para acogerla,
para recibir ese regalo inmerecido,
hay que salir al extramuro, autoexilándose
en la intemperie ética, que inclina
a recoger las migas de mi plato,
las sobras del simple transeúnte
un comensal anónimo, el Otro vivo
con quien se comparte el pan inexorable;
el hecho de habitar sobre la tierra.


16


“…llegó con un frasco de perfume; se
colocó detrás de él, junto a sus pies,
llorando, y empezó a regarle los pies
con sus lágrimas (...) Y El, volviéndose
a la mujer, dijo a Simón: “…se le
perdonan sus pecados, porque amó mucho”

                                                 Lucas 7, 38, 47


Sobre la cubierta de aquel ferry,
frente al ardor matutino del mar calmo,
yo sé que una mirada, cualquier gesto,
habrían delatado mi ansiedad,
ese anhelo de demorar un tacto leve,
simplemente amistoso, sobre el hombro,
y la necesidad de prolongar lo suficiente
la caricia discreta de los ojos
para que al fin él lo supiera,
lo comprendiera todo de repente.

Hoy he vuelto al sentir, frente a la noche,
la misma delicia de aquel miedo,
esta añoranza, súbitamente impostergable,
de confesar sin estridencia
                                                  mi amor silencioso,
tan íntimo que sangra
con la más invisible de las sangres:
la que no puede fluir, porque está hecha
del heroísmo último del alma, del martirio
que se ha tragado la muerte solitaria
para que el otro sea dichoso.

Dame siquiera el saber que he amado mucho,
el perfume caliente de mis lágrimas
enjugando las Tuyas, que también
ardieron calladas, sin reproche,
por él, sonriente y esbelto sobre el ferry,
desde luego por mí,
por la indiferencia sólida del mundo.


17


Manando sangre negra, Tu costado
vierte hoy la tinta del poema:

para llegar al centro
de la indecible comunión,
no te apresures
multiplicando abrazos a destiempo.
Quédate ahí, en la intemperie
exacta de tu cuarto (ni siquiera monacal:
fijado por sus paredes habituales)
abriéndote al minuto de silencio
-llegará, te lo aseguro,
entre las grietas del ser, inconfesadas -
en que empieza a resonar
aquel llanto penúltimo, el gemido
suplicante de la madre al estallar
la cólera paterna, ese sollozo
rogando por el miedo que has de oír
en el ruido insomne de los otros
construyendo el amor, el desamparo.



18

“Iam lucis orto sidere
Deum precemur supplices,
Ut in diurnis actibus
Nos servet a nocentibus”

Breviario romano, Hora prima


Señor,
¿será la madurez esta mirada
que saluda sin engaño al día naciente?
Sé que está aquí la aurora whitmaniana
tanteando mis músculos con gozo:
aspiro en lo hondo su salud
regalándome la fruta para el labio,
el estribillo aquel para el oído,
la cósmica quietud tras el orgasmo;
pero con qué dulce ironía ahora compruebo
cómo asciende, disfrazada por la luz,
la sombra quevediana que también
amanece con el alba:
mis treinta y cinco
años gustando lo que prueban
varios puestos vacíos en la mesa,
teléfonos repicando en el olvido,
insaciables bocanadas de cigarro
(el deseo que, inútil, recomienza).

Señor,
que envejezca conmigo la esperanza
hasta la videncia virgen de la muerte
donde Whitman y Quevedo me parezcan
cara y sello de la única moneda:
el relámpago total de la mañana.


19


“… el momento más duro para un ateo
es aquel en que se siente agradecido
y no sabe a quién dar las gracias”.

                                          G.K. Chesterton


No buscados, hoy amanecen
el pan sin el soporte de la mesa,
el agua regia sin el vaso,
el árbol sin las letras que lo escriben o pronuncian,
el pájaro puntual en la ciudad dormida.

La lluvia pisa la grama y resucita
vírgenes perfumes. La cal nueva
fulge en la pared del campanario
donde el domingo me convoca.

Ese trozo de musgo en el asfalto
me recuerda que el Mundo, subversivo,
derrota a la Historia finalmente. Y con él,
vence este día, cabal e impronunciado,
redimiendo en su fasto la basura
acumulada ayer sobre la acera.

Hay asueto en la entraña del silencio
y hasta las motocicletas braman hoy
en el vacío festivo, como un circo
de animales prehistóricos jugando
en la infancia silvestre del oído.

La calle de siempre es otra calle:
una estampa escrita por detrás
en la caligrafía primera de la luz.
No hay mariposas, pero en cambio
los ojos de aquel perro, bajo el porche,
agradecen, acuosos, el sol tibio.

Me miran ignorando su dulzura
en la extática plegaria del instinto.

¿Cómo cristalizó el mito de esta hora
en el ateísmo líquido del tiempo?
Alguien dibuja el día por nosotros.
Alguien me ama hoy, secretamente.

(A Alberto Barrera)


20


“Estábame allí… con El”
                    Santa Teresa


El abismo en el fondo tiene rostro.
Allí, siempre detrás, aguarda el Tú.
No el Mundo (él, crudo en el labio,
inteligible en fracciones de segundo
bajo la luz genésica, se expande
como un hogar vacío,
resplandeciente, sí, pero al fin Nadie,
porque no puede hablarme enterneciéndose).
No soy Yo mismo quien me espera (yo,
ahíto de mí, ¿cómo es que haría
para lograr ese abrazo total, totalizante,
que no alimenta vanidad, sino fulmina
consolando sin jamás compadecerse,
al que no puedo huir, pero que salva
acompañando mi soledad reconciliada?)
No, no son los Otros los atentos
(¡los Otros!: ¿podrían ellos,
mis espejos o disfraces al quererme,
enajenándome repletos de su amor
que me sosiega defraudando o de mi afecto
que no logra cubrirlos al sedarlos,
podrían ellos ser el Otro, la absoluta
Alteridad donde naufragan
afectos, amores y deseos
en la horrenda comunión, en la gloriosa
Presencia que no devuelve mis imágenes
o siluetas de cuerpos añorados
sino que es única y voraz, Ternura íngrima
reclamándome sin embargo en pleno centro
de los ojos del padre, la madre, los hermanos,
el amante, los amigos?)
Sí, detrás, en lo preciso
donde el espesor compacto desfallece
y se esfuman ingrávidas las líneas,
espera el Tú,

Allí con El,
tan sólo.


21


… sal corriendo a las plazas y calles
de la ciudad y traéte a los pobres, a
los lisiados, a los ciegos y a los cojos”

                                              Lucas 14,21


¿Y si fuera verdad que la poesía
debe partir su pan especialmente
con el último invitado inoportuno,
bostezador profesional, mártir del sueño,
el que arrastra los pies, el eructante,
el que tira la lata en la avenida,
el que acaba tal vez de masturbarse,
el gordo, el ruin, el feo, el tartamudo,
aquel Pérez escueto sin un nombre
o ese simple Juan sin apellido
que llora estornudando en el zaguán
su carta en la hoja de cuaderno,
su solicitud de empleo, su estampilla,
su foto de domingo junto al árbol
donde un adolescente con acné
dibujó un corazón a navajazos?
¿y si ese corazón fuera la síntesis
de lo que quiero decir con estos versos
escritos por cualquiera, un poeta sólo
silbando su poema, como todos?

(A Rafael Castillo Zapata)


22


El mismo cristofué
de la niñez
surca mi ventana
mientras pienso:
¿cómo decir
ahora
que Tú y yo nos amamos?
¿qué palabra
aterida aún por el misterio,
livianísima, extraviada
quizás en el olvido,
haría falta pronunciar
para aludir, sin cháchara,
a la herida
-tatuada en la carne de los dos-
cuya sangre tiene el nombre de mi vida?
Acaso exista esa palabra
aleteando sobre el tráfago
sordo del lenguaje: este trinar
de un simple cristofué
en la mañana indigna de los ruidos,
intacto como el último,
primer pájaro.


23


Para saber de Ti, para escucharte,
haría falta hundirse en ese tiempo
que duerme en la memoria, como el álbum
familiar espera al fondo
de la última gaveta. Basta entonces
unas manos otra vez ávidas de infancia
para que rostros, miradas y sonrisas,
hablándonos para siempre en esas fotos,
reconstruyan, como balsa de naufragio,
una presencia acompañante: la raíz
oculta de la propia vida:
nuestra historia, dibujada en las páginas
del álbum, regresa al húmedo desván
donde nos aguarda aquella fábula, ese cuento
de hadas narrado acaso por la madre
en una noche íngrima, solemne,
donde éramos únicos, hermosos, sempiternos
porque nos sabíamos amados (así,
sencillamente buenos por queridos)
y la razón solar de nuestra vida
era aquel árbol sagrado en cuya copa
la aventura se llamaba mundo todavía,
se llamaba sexo, se llamaba enamorarse,
trabajo se llamaba la tarea
consistía apenas en ser héroes, porque todos
lo eran ya, hasta los animales y la luna)
y bullía, sacramental, la mesa del almuerzo
y el viaje imaginaba cualquier isla
y el juego celebraba cada piedra.

Haría falta, Señor, ser anacrónicos
hasta no sé qué paz de la memoria
-marchita como una flor ya fósil
que aún perfuma las manos al rozarla-
para devolvernos hacia el fondo,
hacia esa viva, secreta arqueología
que oculta nuestra saga, la verdad
épica que entrevió la adolescencia
en el relato total del universo:
somos el mito que nos cuentas
y los recuerdos del niño saben ya
que Tú eres el pasado del futuro.
Nos bastará morir para vivirte.


24


Uno quisiera decirle a los amigos
que Te buscan sin saberlo:
“El está aquí, éste es Su rostro”.
Pero Tú surges oblicuo, tangencial,
entre dos horas que parecen
más vivas que Tu vida,
entre dos espacios tan espesos
que le roban densidad a Tu lugar,
como si esas dos mitades de existencia
no supieran de la paz que las divide
irrigándolas discreta en pleno centro,
porque Tu puntualidad inubicable
es un aire de atrás, viento de espaldas
golpeándonos el rostro: no aprehendemos
su oxígeno invisible, aun respirándolo,
que silente llamea en los pulmones
y amamanta nuestros glóbulos vitales
con un hálito que no podemos atrapar
o medir, pero que está -patrimonio común-
en cualquier parte, oreándonos la vida,
disponiéndola a un ingrávido silencio
-como aquel en que danza el astronauta
bajo la piedad muda de los astros-
al que accedemos, de pronto, sin notarlo,
en cualquier calle, en cualquier autobús,
como a una fiesta.


25


Así como a veces desearíamos
que Karl Marx y Arthur Rimbaud
se hubiesen conocido en una mesa
de algún Café de Londres,
mientras en el agua sórdida del Támesis
-ahíta de grumos aceitosos
que flotan entre botellas y colillas
y ropa gris de gente ahogada-
espera el Barco Ebrio, ya sin anclas,
a que el fantasma que recorre Europa
suba también, para zarpar
(Karl, vestido con blue jeans marineros
se despide de Engels en el muelle
y Arthur hace lo propio con Verlaine
-los sueños insolentes ahora enfundados
en la gorra que usó él mismo en la Comuna);

así como, a estas alturas, quisiéramos
que Hegel, apeado del estrado de su cátedra,
hubiese visitado a Hölderlin un día
en su manicomio oculto de la torre
para escuchar cómo el demente
-sin reconocerlo tal vez en su delirio-
le habla de un viejo amigo de Tubinga
con quien, en mitad de una fiesta adolescente,
bailó una mañana, junto a un árbol
por ellos mismos levantado
(“Libertad”, lo llamarían),
tan fieros y felices como niños orinándose,
con el impudor de los puros, frente al rey
(en la siesta monocorde del verano,
recordando novias suavísimas de Heildeberg,
los dos compañeros se confiesan:
la razón debe pedirle a la locura
su danza irreductible, la inocencia
con que el loco Hiperión, desde su torre,
enseña al profesor que la luz blanca,
la rosa de los vientos del Espíritu,
no termina en el Estado de los Césares,
se burla de las Prusias de los káiseres);

así querría yo hoy que a William Blake
lo hubiesen dejado predicar un solo día
sobre el púlpito labrado de una iglesia
-la catedral de Westminster, por ejemplo-
en presencia de arzobispos y presbíteros
y de una multitud de feligreses
harta, como todas, de sermones.
Imagino el viento sagrado resonando,
por primera vez, junto a los mármoles,
mientras los cuerpos, desnudados por fin
como a la hora del agua o del amor,
se erizan con el paso del Dios vivo
y tiemblan ante el olor de Cristo el Tigre
devorando las ingles de las almas,
ahora tan intactas, tan ebrias y tan vírgenes
como la de aquel niño canoso viendo ángeles
a la hora en que arde Venus sobre Lambeth
y hasta las prostitutas de Soho profetizan.


26


Te agradezco ahora el tierno, iridiscente mundo.
Si tuviera hoy que resumirlo
en una sola y brusca imagen,
Tú sabes que escogería, entre todas, el crepúsculo
en que llegué hasta ella, fatigado
de un trayecto feliz desde Friburgo.
Sí, este ocre, este oro viejo
bajo el sol tumefacto de las cinco,
me la recuerdan hoy, ebria de aguas.
Pesada de esplendor, sobre las márgenes
ondulantes y suavísimas de junio,
ofreciéndose con una obscenidad primaveral
(bullicio de las flores en las plazas
donde albean los mármoles desnudos)
ella flotaba apenas como un cuerpo que se esparce
en un tibio olor de pan y en una música
de fuentes y en un clamor geométrico
de palomas vespertinas:
                                            Roma allí, por fin,
como la meta natural de un viaje en tren
que empezó nomás con nuestra infancia,
abriéndose hasta esa pulpa joven
que es caminar descalzo sobre el suelo
embaldosado de la calle y preguntar
si es verdad que aquella página dorada
reescrita por la luz, la piedra insomne, el agua terca,
anuncia la emoción meridana de mi vida,
mi pasmo adulto ante el inmóvil
huracán de gestos y muslos y caídas
y espasmos y torsos y miradas genuflexas
-los cuerpos desnudados por el viento atroz de la justicia-
que un hombre tuerto y medio ciego
lanzó sobro nosotros
desde todos los escombros
del mundo parturiento .

(A Rafael Arráiz I.ucca)


27


Anochece.
Hacia Costa Rica, los volcanes
evaporados en la niebla.
¡Y el Lago, impalpable, hecho de aire!
Extensión de aceite helado
a ratos gris (¿pero qué gris, qué ámbar?),
a ratos ¿rojo? (horizontal y líquido crepúsculo),
colores no nombrados todavía,
casi fucsia -malva ígneo - metal u ópalo.
Y bosques, unánimes bosques aplaudiendo
-rumor denso del viento entre las hojas
donde aletea el cormorán y chilla el mono
y los grillos empiezan a arrullar
el chapoteo isócrono del remo,
nuestro bote flotando entre las islas.

La memoria
arde aún en el taller, hacia las once,
cuando el Lago es sólo lámina de zinc:
mis manos, a esa hora
con torpeza descubren el cemento
la piedra
la madera
Le aprendo el color a la vinílica, el rastro acre
al kerosene, su luz propia a cada tarro de pintura
Matemática del trazo (“que quede parejito”,
ordena Oscar)
tan seria como la Filosofía
Y no hay libros: sólo manos (las de Oscar)
sucias, minuciosas, inquietantes
La ciencia exacta de la carne,
del impulso inteligente hecho de dedos
para estas nupcias íntimas: mis manos
desposándose aquí con la materia
en bodas sudorosas y ampolladas
cuando el cuerpo huele a ron y sabe a fruta
de puro entresacar forma del barro,
mientras el sol, ¡ay sol del hambre!,
calibra, inapelable, cada hueso

El arte verdadero empieza aquí -y no después-
   y la poesía:
épica digital o tacto lírico,
mi estética bregante a ras de tierra,
gobernante del volumen y la línea (¿qué poema
pudo tener jamás el útero nocturno de este vaso,
la curva dócil de este cenicero,
el fru-fru gentil de este collar al ser tocado,
el ojo invicto de este pez que pinté ayer?)

También comienza aquí la conversión
- “¿..pues no es éste el hijo del
carpintero?” (Mc 3, 4)
y            “trabajen con sus manos
como les hemos enseñado” (1Ts 4,11)

El trabajo manual como protesta
y comunión y desagravio
“Se dedicaba luego a la rueca, hasta haber
hilado cierto número de madeja. A veces se le
encontraba absorto examinando
los detalles de los últimos modelos
de ‘charkhas’ y dando instrucciones al
diseñador”
(Uno de los biógrafos de Gandhi)

Yo, en mi agenda de neo-paria
(cotona, blue jeans, botas de hule),
anoto el día que me espera:
cada resistencia del metal,
las hazañas del pincel y de la acrilica,
la aventura de una raya:
el sentido de mis manos
(las reinvento)
hasta el resposo dulce, hasta el silencio

Sol y Lago, Nuestro bote. Parsimonia
de una danza remante bajo el drama
cromático del cielo. Vibra el aire.
Resplandecen las aguas. Fosforecen.
Sólo el grito de alarma del pocoyo
en los manglares lóbregos del alma.
Atracar será las risas de la cena
y la cólleman insomne, convocándonos.
Anochece.


28


“La imagen como un absoluto (...), la
imagen como la última de las historias
posibles”


Lo recuerdo con redonda precisión:
Laura, esbelta ante la tumba,
como otro ciprés del cementerio;
yo no aparto los ojos de la cruz
escueta y limpia, bajo el sol.
Se me quiebra la voz (Laura me mira)
pero el cielo está ahí, luz estridente,
gravitando puntual para esta cita.
Balbuceo el Padrenuestro, mientras pienso:
haría falta encontrar una metáfora
que discierna la verdad de este minuto
en que el grifo solar del mediodía
abre voces y risas de la calle
cuando arde luminoso incluso el polvo
que blanquea el silencio de su lápida
donde las letras fulgen, invencibles.
Haría falta aquí y ahora que el poema
(uno de los suyos, por supuesto)
viniera a declarar este prodigio
que Laura y yo, temblando, contemplamos:
el resplandor voraz incendia afuera
el hervor insurrecto de la historia
con la misma luz intacta que en el mármol
quema el verso de su nombre, tres palabras
JOSÉ LEZAMA LIMA
anunciando una sola incandescencia
calle y tumba abrasadas en la imagen.

(A Laura Antillano)


29


A veces Te me niegas.
Sólo rozo tu aspereza, la costra
de esta nostalgia que Te busca.
Secuestrado por una atmósfera compacta
no hay una sola, brusca grieta
por la que pueda tocarte mi deseo.
Mi impotencia y mi fatiga.
zumban ante Ti, calientes, transpiradas,
como dos insectos que no pueden
posarse al fin en esa lumbre
que sin embargo los atrae.

De pronto, mi insistencia
alargándose total hasta aquel ápice
donde el contacto vibra, centelleando,
encuentra un flujo de abandono.
Con qué pasmo ígneo de ternura
-si la ternura puede colindar con el espanto-
gozo ese minuto en que llamas,
volviendo de repente ya porosa,
tan dúctil y maleable que sonrío,
la materia pesada de mi cuerpo.

Resucita, entonces, la mirada
a la que suben, impúdicas, las lágrimas.
Te respiro otra vez, como los pájaros
olfatean el alba desde lejos,
cuando me trepa la agolpada gratitud
de que cedas sin lucha y sin medida.

(A Antonia Palacios)


30


“…creo que no existe nada más bello, más
profundo, más atractivo, más viril y más
perfecto que Cristo; y me digo a mi mismo,
con celoso amor, que no existe ni puede existir.
Más aún: si alguien me demuestra que
Cristo está fuera de la verdad, y que ésta
no se halla en él, prefiero quedarme con Cristo
antes que con la verdad”

Fedor Dostoiewsky


Cuando Mahalia Jackson dice Lord,
reservándole a esa nítida palabra
la nota más pura de la voz,
yo enseguida lo comprendo: sé que allí,
en la negrura abismal de su garganta,
sangra la única carne que me importa,
el cuerpo amado hasta dolerme,
mi hijo ajusticiado, hermano íngrimo,
padre a quien engendra mi ternura,
mi Señor que apaleo, último amigo
al filo de la noche, en plena duda,
por debajo del asco y la vergüenza
y más allá del estruendo de la dicha,
porque no hay otro amor, otra, respuesta:
apenas sus dos ojos que me otean,
sus oídos que me auscultan,
ese tacto inasible despertándome
a la pulpa redonda de mí mismo
cuando nada me importa, excepto El
arrinconado allá (desván o sótano)
junto al soldado de goma y la muñeca,
payaso en el circo de los locos,
camarada del poeta y de la puta,
príncipe de flores y leprosos,
majestad harapienta, Dios proscrito
a quien unos cuantos, negra tribu,
llamamos con ronquísima dulzura
compañero.




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