Juan Eduardo Cirlot, Barcelona, 9 de abril 1916-Barcelona, 11 de mayo 1973
El pensamiento de Edgar Poe
Era. La palabra «era» encierra todo el misterio del universo,
mejor aún, de los universos (posibles, imposibles, existidos,
existentes, existibles, imaginarios, reales, soñados, perdidos,
muertos o vivos), pues lo-que-es, es-dejando-de-ser.
Hay dos modos de no tener y de no ser. No haber existido
nunca. (Nunca, otra palabra). O haber existido en el tiempo.
(Tiempo, ¿se puede pronunciar o escribir esa pa-la-bra?).
Edgar Poe no se detuvo a mirar las anémonas, ni a calcular raíces
cúbicas, ni pensó en lo que podría ser la mente de un general
romano, la esencia de una enfermedad, el color de un
paisaje. (Pensó en todo ello, pero a través de ello).
Poe no tocó cuerpos humanos. Acarició, sin duda, los muslos juveniles
de su mujer, que moriría tan pronto. Pensó en el –¿más
denso?– cuerpo de otra (¿de otras?). ¿Qué pudo imaginar era
todo eso? Poe lloró, comió, bebió. Bebió sobre todo alcohol,
mostrando que saciaba así su sed alquímica del Andrógino, pues
el alcohol (agua-fuego) es un símbolo de coincidentia oppositorum.
Poe vivió en casas, usó muebles, leyó diarios, escribió (menos
por aquello de que trataba que por lo otro) y más que ser, era. Es
decir, siempre había sido mejor que ser, y había estado mejor
que estar. Miraba a su amada –¿oro?– y veía un estanque; no un
estanque, un pantano. Un pantano sumido en la niebla (mezcla
aire-agua, gris de la disolución), entre altos árboles (sí, descarnados
porque el tópico lo exige y hay que dar lo suyo al infierno
de la vulgaridad humana, que es la vulgaridad de todo el cosmos).
Poe habló con hombres, pero no era un hombre (en el sentido
estricto y total, al tiempo, del concepto). Dialogó. ¿Dialogó?
Podían parecerle fantasmas, aparecidos (es decir, existentes
= hombres verdaderos). Eran. Pero ya casi no eran cuando él
lanzaba su mirada. (Mirada, otra palabra).
Poe sólo sentía en la muerte. Solamente la muerte le interesaba.
La poesía la hacía por y en la muerte. Dijo –por error o por
enmascaramiento «rojo»– que la poesía se hace con lucidez, y
que debe elegirse un tema apasionante. Y que ninguno mayor
que la belleza y la muerte de la belleza («La ruina de una
belleza», Rodin). Lo dijo. Era su manera de expresarse para los
seres humanos (?). Pero él sabía que no. El tema no es nada, ni
una palabra. La técnica ya es más, porque es manifestación de
síntesis inteligencia-espíritu-objeto (Ulalume).
Poe quería entender en muerte. Poe fue un absoluto técnico en
muerte. Poe quiso conocer de la muerte coma los médicos forenses
(lo hizo), como los médicos-poetas (alguno puede existir),
como los poetas que no son médicos, como los filósofos,
corno los ocultistas, los sacerdotes, los magos, como los Poes.
Pero sólo él era Poe.
Sin embargo, su conocimiento esencial de la muerte no fue
ninguno de los citados. Entendió la muerte como la entienden
los propios muertos. Poe hizo que su corazón latiera al ritmo
más leve. Puso la mayor lividez en su frente, hizo entenebrecerse
sus manos delicadas. Poe hizo que su cerebro llegara
(muchas veces) a los umbrales (con su dintel, etc.) de la no
vida. ¿Llegó en alguno de esos momentos a no ser?
La muerte, en sí, ofrece muchas posibilidades: cese total, apertura
instantánea desde otra mente (ya que no se puede ser nada),
ir deshaciéndose lentamente, con sueños cada vez más deformes,
informes, informales, deformales, mientras las células se
descomponen; pasar a otros mundos, ¿ortodoxos?, ¿heterodoxos?,
¿fuego?, ¿luz?, ¿oscuridad?
Pero esas, posibilidades, en el fondo (fondo, otra palabra) no
son, bien pensado, la muerte. La muerte es el cese. Es el no. Es
donde nada lo nunca ni. Es lo que no, en no, por no, para no.
Es la aniquilación del proyecto, desde el vuelo lento de la idea
sublime a la pulsación del nervio mínimo. Ese cese lo vivimos,
también, de otro modo.
Séneca lo dijo: «La mayoría de los humanos consideran la muerte
como algo venidero; cuando la muerte está ya tras de ellos».
Es lo que ya no son, lo que ya no tienen. (Es lo que ya, otra palabra).
Era y ya. Pensarlo desde más allá de la altura de los ojos:
asomarse al cielo, hundido en el mar hasta las pupilas y alzarlas
algo para sentir que se anegan y caen los ojos al fondo del mar.
Pero no. Nada de esto es la muerte. La muerte podría ser la
tensa contemplación de la idea de morir, de haber sido, o de
estar muriendo, o de convivir con un muerto y sentirlo tanto
que ese muerto sea más importante –como muerto– que toda
la realidad viviente del universo.
La muerte anima el universo. « Átomos libres para la nueva
vida». Sí, es un « más allá», cierto más allá. Pero no se trata de
«más allás», sino del instante del no estar, la caída a pico en el
doble cese («yo es otro», Rimbaud). O sea que se oye morir al
otro dentro de uno, ¿de uno?
Si se mira una moneda griega o del siglo XIV, si se toca una
lanza románica; si se acompaña a una doncella gris por una
calle siniestra, si se acaricia a una prostituta (mujer que muere
mucho, pues hay mucho era en su existir), se ve un color de la
muerte. Más que si se asiste a un entierro. Más que si se toca
un ataúd solemne como un trono. Más que si se llora pensando
en que la propia casa (con su decoración, sus «seres queridos»,
sus objetos) es una «composición instantánea» al ritmo
de un nivel metrológico dado.
Morir biológica, espiritual, psicológica, sentimentalmente. Morir
en el yo y en el tú, y en otro tú (el primero amado, indiferente
el segundo; cabe un tercer tú odiado, que muere asesinado, emparedado),
son meras formas de la muerte. (Forma otra palabra).
O son pensamientos sobre la muerte. (Pensamiento, otra palabra).
Pero cuando los monstruos de la Antigüedad –cuyos nombres
sé y me callo– enterraban un vivo atado a un muerto (o a una
muerta, o a una muerta amada), sin duda enseñaban –antes de
que el torturado perdiera la razón– a comprender y vivir otro
modo de muerte. ¿Vasos comunicantes?
Poe tampoco pensó demasiado en la muerte folklórica de los
tormentos –si la narró fue por necesidad, ¿necesidad, para
qué?– (No lo dijo). Poe meditó la muerte en línea recta. Como
el que mira, estando vivo, a una persona viva que para él ya no
es. Pero que, en otro tiempo, era.
Poe nos habló tan larga y tristemente de la muerte, dándole a la
vez tantos rodeos, y mostrándola en tan dolientes e inauditos aspectos
(metamorfosis, resurrecciones totales o parciales) que su
nombre es el que sólo invocaríamos –como el de un santo, de ese
extraño santoral donde Blake, Nerval, Hoelderlin y otros se alinean
(no son imágenes de Epinal, ¡por Dios vivo!), nunca– su
saber para intentar... (Intentar, otra palabra, posiblemente la
única de este mundo que entiende de veras). Para intentar convertir
en una cruz de oro lo que es una cruz verde, en una cruz
de hierro lo que es una cruz anaranjada. Materia de metamorfosis,
invocaciones, preguntas, esto es lo que nos corresponde.
Pero, ¿responder? Ni Poe consiguió hacerlo nunca como él hubiera
querido.
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