sábado, 26 de enero de 2019

Rigoberto Rodríguez Entenza -Cruce

Rigoberto Rodríguez Entenza, Cuba, 5 de noviembre 1963


Cruce

Sobre la hierba, soy
un hombre sobre la hierba.
Sobre mi cuerpo pesan siete horas
siete siglos de arena, siete palabras
que pronto empezarán a lavarse
en el primer trozo de la jornada, el cruce.
Bien lo sé, el cuerpo
se resiste a la claridad real
prefiere esos paseos al interior del barro.
En el escape, siempre pienso en el escape.
Vivo en el umbral de su puerta
y no juego
no vayan a creer en el hombre
ni en ese color triste
ni en esa aspereza que improvisa
mientras dibuja un cuerpo sobre la hierba.
Bastante tuvimos
con imaginarnos la igualdad.
Se está posando la palabra sobre el asfalto
se está abriendo el meollo de mis creencias
y si se muestra todo, si todo llega
a abrirse sobre la mesa
como el pan de las siete de la mañana
se va a poner esto malo.
De los sillones al café
entro y salgo
y la hierba me agita los infiernos
y la boca puede abalanzarse, cuidado.
Del balcón a los ojos
de mi última puerta, desde
cualquier sitio al balcón
desde donde pueda ver
los últimos incidentes
de los gorriones en el alero.
Pican en mi memoria
y se llevan granitos de luz
resquicios de otros tiempos
partidas y regresos
en los que no pueden intervenir
las noticias, los eslóganes
los señores, el billete ni la tos
que ayer tronaba en el pecho de esa mujer.
Soy el animal que antes no era
la bestia dialéctica
el mequetrefe, el que no puede
ponerse de pie
ni saltar de la hierba al futuro
como saltan los otros, sin más ni más.
Soy la piedra sobre la hierba
atrapado en el río inmóvil.
La cáscara del cuerpo resiste.
Las palabras reiteradas
sus vértigos, trotan sobre los caminos
en los que una vez gritamos.
Desgarrados, puestos bajo el sol atroz
que mi cuerpo no bendice.
Desde allí, a través de la pequeña gota
puedo ver el mundo encima de mi cabeza
y pienso
y lo rehago para otros.
Quien entre podrá tocar muchos cuerpos
oler remotas plegarias
cantadas en el vuelo frondoso
del mejor amigo.
Con el aire que sueño
podrá llenar su aliento, vociferar
palabras que a medias pronunciamos
y solo pretenden llegar a un hueco servido.
Cualquier virtud o tristeza escapará
desde la entraña de la piedra donde vivo.
Seré yo quien pueda llevar sus cálices
a las bocas de quien ame.
Este es un laberinto, su bosque florecido.
Acércate y pon tus manos
sobre el cuerpo para que escuches
el secreto de todos los hombres
sus amasijos y caminos.
Porque he develado su alma
no puedo estirar la mano
ni ponerla en el meollo de otro ser.
De tal manera se ofrece el destino.
Cada quien ha de invocar
el mérito de sus ojos
para atravesar el cuerpo transparente
de todas las piedras e ir
juntando cenizas para reavivar el fuego
cada vez que llegue otro día de invierno.

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